1. EL DESARROLLO TECNOLÓGICO: 1000-1700
Es casi un lugar común en la historia de la tecnología la afirmación de que, tras una serie de innovaciones revolucionarias a partir de 2500 antes de Cristo aproximadamente, se produjo en el mundo occidental una fase de largo y secular estancamiento.
Pero en torno al 2500 a. de C. el desarrollo tecnológico llegó prácticamente a un punto de estancamiento, y en el curso de los tres milenios siguientes hubo relativamente poco progreso posterior. La metalurgia del hierro desarrollada en torno al 1400 a. de C. fue de notable importancia. Los griegos innovaron algo en la aplicación de la energía animal… Algún otro mecanismo, como engranajes, tornillos y levas datan de la edad clásica. Pero en conjunto, cuando se los compara con la revolución que los precedió, estos tres milenios entre el 2500 a. de C. y el 500 d. de C. representan un período de estancamiento tecnológico. (Lilley, Technological Progress)
El mundo griego y sobre todo el mundo romano, aunque fueron altamente creativos en otros campos de la actividad humana, permanecieron, según este enfoque, extrañamente inertes en el terreno tecnológico. (Finley, Technical Innovation; Kiechle, Probleme der Stagnation; y Pleket, Technology and Society) De Roma se citan constantemente el clásico ejemplo del molino de agua y la anécdota verdadera o falsa de Vespasiano. El molino de agua era conocido por los romanos, pero éstos construyeron relativamente pocos y siguieron utilizando ampliamente molinos movidos mediante energía humana o animal. (Moritz, Grain-mills) De Vespasiano se cuenta que, cuando un ingeniero de la época le ofreció los planos de máquinas que habrían permitido ahorrar la utilización de trabajo humano en ciertas construcciones, el emperador, aunque premió al inventor, se negó a mandar construir las máquinas “para permitir a la plebicula saciar su hambre”. (Suetonio, Vida de Vespasiano. Cap. XVIII)
Partiendo de observaciones de este tipo, los historiadores se han dedicado a indagar las posibles razones de este “fracaso” del mundo clásico, y hay quien ha querido identificar la causa principal en la abundancia de mano de obra, quien ha querido ver sus supuestos en el tipo de cultura y de intereses predominantes en la sociedad, quien en ambas cosas a la par. Quizá el “fracaso” tecnológico romano se exagera un poco, porque se tiende a identificar de forma simplista la tecnología con la mecánica. Hechos como la organización político-administrativa, la organización militar, las construcciones de calzadas y arquitectónicas y también hechos artísticos como los frescos, tuvieron un contenido de innovación tecnológica.
Sin embargo, sigue siendo cierto que a partir de los siglos de la Alta Edad Media se inició un período en el que las innovaciones tecnológicas se sucedieron con un ritmo cada vez más intenso, con una acentuación apenas advertida al principio, pero luego progresivamente cada vez más marcada sobre lo mecánico, hasta el punto de que en el siglo XVII la propia filosofía y la concepción del universo en Europa resultaron dominadas por un punto de vista puramente mecánico, y se asistió a la que Dijksterhuis ha llamado “la mecanización de la concepción del Universo”.
Un inventario esquemático de los mayores progresos tecnológicos en Occidente desde el siglo VI al XI debe incluir:
Siglo VI: a) Difusión del molino de agua
Siglo VII: b) Difusión en el norte de Europa del arado pesado
Siglo VIII: c) Difusión de la rotación trienal
Siglo IX: d) Difusión del uso de la herradura
e) Difusión del uso del collar de tiro para caballos
f) Difusión del enganche en fila india de los animales de tiro
A este propósito conviene hacer por lo menos tres observaciones:
a) Las innovaciones antes citadas no fueron “inventos” propiamente dichos. Los romanos conocían ya el molino de agua. El arado pesado parece de origen eslavo; (White, Expansion of Technology). La costumbre de herrar los caballos ya era conocida al parecer por los celtas antes de la conquista de Roma; (Leighton, Transport and Communication). El collar de tiro para los caballos se originó en la lejana China; (Needham, Science and Civilization). Lo que los europeos demostraron en los siglos VI al X no fue tanto capacidad inventiva como una notable capacidad de asimilación. Supieron coger las buenas ideas allá donde las encontraron, y las aplicaron a la actividad productiva. Quizá influyó en esta actitud la mentalidad virgen de las poblaciones bárbaras. El propio orgullo que indujo a los romanos a llamar bárbaros a todos los que no formaban parte del imperio hizo que el mundo romano fuera escasamente receptivo a estímulos externos. Y lo mismo ocurrió con el imperio chino. Cuando las poblaciones germánicas se establecieron en las tierras del imperio de Occidente, su actitud mental fue, en cambio, de plena receptividad.
b) Todas las innovaciones antes mencionadas se referían sustancialmente a la actividad agrícola. No es sorprendente, puesto que la economía era casi exclusivamente agrícola. Combinándose entre sí, las distintas innovaciones se potenciaron recíprocamente. Como escribió el profesor Lynn White Jr.:
El arado pesado, los campos abiertos, la integración de la agricultura con la cría de ganado, la rotación trienal, el nuevo collar de tiro para caballos, la herradura, se combinaron en un sistema de producción agrícola tal que en torno a 1100 estaba ya en condiciones de crear una extensa área de prosperidad agrícola desde el Atlántico al Dniéper. (White, Expansion of Technology)
c) Algunas de las innovaciones en cuestión permitieron un aprovechamiento energético del caballo mucho más eficaz. Simultáneamente –y ambas cosas estuvieron evidentemente enlazadas- se incrementó de forma notable en toda Europa la cría de caballos y se trató incluso de mejorar las razas, importando caballos de los países árabes.
En efecto, el buey fue crecientemente sustituido por el caballo. A partir de 1160 abundan las referencias a los trabajos de labranza con caballos en Picardía (Francia), mientras que las alusiones al arado tirado por bueyes desaparecen casi por completo de los documentos picardos a comienzos del siglo XIII. En una finca propiedad de la abadía de Ramsey (Inglaterra) el número de bueyes se redujo a la mitad, y el de caballos de tiro se cuadruplicó entre 1125 y 1160. “El caballo cuesta más que el buey”, escribió Walter de Henley en su tratado de labranza práctica del siglo XIII. Pero el caballo es más fuerte y más rápido que el buey, y puede hacer más trabajo que éste antes de cansarse, y en menos tiempo. En esencia, la sustitución del buey por el caballo significó recurrir a una forma de capital más cara, pero más eficiente. La historia del caballo tuvo su paralelo en la del hierro. La cantidad de hierro usada en el utillaje agrícola parece haber sido extremadamente limitada antes del siglo XI. Con el siglo XII, los aperos de hierro, más caros, pero más eficientes, aparecen con creciente frecuencia en los documentos. En aquella área de barbarie que era la Europa occidental de la época, las innovaciones técnicas en el trabajo del hierro y en la cría de caballos se promovieron inicialmente pensando también en una mayor eficacia bélica. En el curso del siglo XII, el uso del caballo y el del hierro pasó de las residencias caballerescas al campesinado. Justamente durante el siglo XII el arado fue mejorado, por lo menos en las zonas de más floreciente agricultura. Se añadieron piezas de hierro a la madera con que estaba totalmente construido en la época carolingia, reforzando así la acción de sus puntos de contacto con la tierra. La adopción de tipos de capital más eficiente permitió sustanciales aumentos de productividad. A su vez, los progresos en la productividad hicieron posible la adopción de formas de capital más costosas, pero más eficientes. Paralelamente, hubo un desarrollo de “capital humano” en forma de técnicos adecuados para las nuevas tecnologías. La difusión del herrero del pueblo ha sido estudiada en Picardia. No se encuentra el menor rastro de él antes de comienzos del siglo XII. Después, treinta herreros aparecen aquí y allá en las fuentes entre 1125 y 1180. A finales del siglo XII hay herreros en diez de los treinta pueblos pertenecientes al priorato de Hesdin.
Uno de los hechos más importantes en la Edad Media europea fue la difusión del molino de agua. Este ingenio ya era conocido por los romanos, aunque hicieron un uso muy limitado del mismo. La difusión del molino de agua en Europa tuvo lugar entre los siglos VI y VII, cuando los señores feudales, laicos o eclesiásticos, mandaron construir uno tras otro en sus posesiones sus propios molinos de agua. Obligaron a sus siervos a usar el molino del señor para la molienda del grano y les prohibieron que molieran el grano en casa como habían hecho siempre. En otras palabras, los señores feudales de la época establecieron en beneficio propio el monopolio de la moliendo del grano, que vino a aumentar su renta, mientras que simultáneamente aumentaba la carga fiscal de los siervos. La operación demostró ser excepcionalmente rentable y todos los rincones de Europa vieron florecer como setas los molinos de agua.
Hasta el siglo X en Occidente el molino de agua se utilizó casi exclusivamente para moler trigo. En la remota China, en cambio, las más antiguas noticias sobre los molinos nos los muestran empleados en la elaboración de los metales. La diferencia no es casual. Occidente era predominantemente agrícola, y comparado con la China de la época era un área deprimida y subdesarrollada. Pero a medida que en Europa fueron desarrollándose ciudades y manufacturas, los molinos de agua no sólo se multiplicaron, sino que se adaptaron cada vez más a las más diversas producciones. Quizá ya en torno a 822, y desde luego en 861, había en Picardía molinos de agua usados para preparar la malta necesaria para la fabricación de la cerveza. La adaptación del molino para este tipo de elaboración implicaba la introducción de nuevos mecanismos, en especial de una serie de martillos verticales activados por ruedas dentadas e insertados en uno de los ejes del molino.
Entre 960 y 1060 se empezaron a utilizar molinos de agua para abatanar los paños en Penne, Verona, Parma, Milán y Florencia. A finales del siglo XI el uso del molino de agua en el batanado del paño había llegado a Grenoble y Lérins y pronto se difundió por el resto de Francia, por Inglaterra y Alemania. La adopción del nuevo proceso revolucionó la industria textil de la época, hasta el punto de que la profesora Carus-Wilson, al describir ese desarrollo en Inglaterra, tituló su ya clásico artículo Una Revolución industrial en el siglo XIII. (Carus-Wilson, An Industrial Revolution). La industria textil inglesa, que hasta entonces había estado concentrada fundamentalmente en las zonas surorientales del país, se desplazó a las zonas noroccidentales, donde la existencia de cursos de agua adecuados hacía posible la construcción de molinos.
En la segunda mitad del siglo XII, la fuerza motriz derivada de la energía hidráulica se aplicó, mediante la adopción de nuevos mecanismos, a las más diversas elaboraciones. El empleo de molinos de agua en la fabricación del hierro está atestiguado en Estiria en 1135, en Normandía en 1204, en el sur de Suecia en 1124, en Moravia en 1269. En 1204, en Normandía, un molino accionaba sierras para madera. Se empleaban molinos en la elaboración del papel en Fabriano en 1276, en Troyes en 1338 y en Nuremberg en 1390.
El molino de viento se originó quizá en Persia en el siglo VII después de Cristo. En Europa apareció hacia finales del siglo XI. Según una antigua tradición, imposible de confirmar, la idea de la nueva máquina fue traída a Europa por los cruzados que regresaban de su aventura. Sin embargo, el molino europeo fue desde el principio muy distinto del molino persa. Mientras que el molino oriental tenía las alas montadas sobre un eje vertical, el molino europeo tuvo siempre la estructura que todos conocemos, con las alas montadas sobre un eje horizontal. Como en el caso del molino de agua, inicialmente los molinos de viento se construyeron para moler cereales, pero con el paso del tiempo la energía mecánica producida por ellos se aplicó crecientemente a las más diversas elaboraciones. En el siglo XVI, en Amsterdam, había molinos de viento para hilar seda, estampar cintas, abatanar paños, batir el cuero, prensar aceitunas, producir pólvora, fabricar papel y para varias producciones y elaboraciones metalúrgicas.
La extensión del uso de los molinos a procesos productivos del sector manufacturero fue un aspecto de un fenómeno más amplio, el de la adopción de toda una serie de destacadas innovaciones en actividades no agrícolas.
Citaré a continuación sólo las innovaciones más importantes. Hacia mediados del siglo XI apareció en Flandes y quizá en Champaña el telar vertical. El siglo XII vio la adopción de la brújula. Entre finales del siglo XII y mediados del XIII la navegación mediterránea se vio revolucionada por toda una serie de innovaciones tecnológicas interrelacionadas, que incluyeron:
a) el perfeccionamiento de la brújula giroscópica;
b) la adopción de la clepsidra para medir el movimiento de la nave;
c) la redacción de cartas náuticas (portulanos) con las correspondientes instrucciones;
d) la preparación de tablas trigonométricas para la navegación (tavolate di marteloio);
e) la adopción del timón de popa sobre la línea central de la nave.
Estas innovaciones hicieron posible la navegación instrumental o matemática, lo cual a su vez hizo posible una mayor utilización del capital barcos. F.C. Lane ha demostrado que en el curso del siglo XIII el período invernal de inactividad de los barcos se fue acortando progresivamente, y que en el último cuarto del siglo un barco conseguía hacer en un año dos viajes de ida y vuelta por el Mediterráneo, navegando también en invierno. (Lane, The Economic Meaning of the Invention of the Compass; Taylor, Mathematics and the Navigator).
En el siglo XIII aparece la rueda para hilar (devanadera) y en 1306 fray Giordano de Pisa, en un sermón leído en Santa María Novella en Florencia, recordaba que unos veinte años antes se habían inventado los anteojos. (Narducci, Tre prediche). En el siglo de Dante la gente debía de tener la sensación de vivir en un mundo rico en innovaciones tecnológicas. Teodorico, obispo de Bitonto, escribía en 1267 a propósito de instrumentos quirúrquicos que “quotidie instrumentum novum et modus novus, sollertia et ingenio medici invenitur”. Y fray Giordano de Pisa en su sermón afirmaba que “cada día se descubre un nuevo arte”.
El progreso no se detuvo ahí. A comienzos del siglo XIV aparecieron los primeros relojes y las primeras armas de fuego. El siglo XIV vio la invención de las esclusas para canales. En el curso del XV se desarrolló el barco de vela oceánico. Este tipo de barco combinaba lo mejor de la tradición marinera mediterránea y de la nórdica. El casco era del tipo de la carabela, pero la gran innovación consistió en el desarrollo del velamen en tres mástiles, con la combinación de la vela cuadrada nórdica con la vela latina (triangular). Dicha combinación fue perfeccionándose poco a poco, y las grandes velas cuadradas de las carracas fueron sustituidas por grupos de velas atadas a las distintas vergas. Todo esto permitió una utilización más eficaz de la energía eólica para el movimiento de la nave; para comprender la importancia de este hecho hay que considerarlo sobre el fondo de la crónica deficiencia de energía que sufrieron durante siglos las sociedades preindustriales. Como consecuencias económicas inmediatas se dieron un incremento del arqueo medio de los barcos, una mayor rapidez de los transportes y una disminución de los costes relativos.
Mientras se realizaban estos progresos en el sector de las construcciones navales, progresos correspondientes aparecían en el terreno de las técnicas de navegación en mar abierto. Ya en 1434 los portugueses, que habían conseguido doblar el formidable y temido cabo Bojador, en la costa occidental de África, habían desarrollado un conocimiento sistemático del régimen de vientos en el Atlántico. Antes de 1480 aprendieron a calcular la latitud convirtiendo, con ayuda de tablas de declinación, las alturas del sol o de la Estrella Polar sobre el horizonte. El cuadrante para medir la latitud debe de haber comenzado a usarse hacia 1450, y en 1480 se usaba ya el astrolabio. Tales innovaciones hicieron posible la expansión oceánica de Europa, que mudó el curso de la historia.
Otra innovación tecnológica de incalculable alcance fue la de la imprenta. La costumbre de imprimir dibujos o caracteres mediante bloques de madera debidamente grabados se remonta muy atrás en el tiempo, y el libro más antiguo impreso que conservamos es de la época del emperador Hsuan Tsung (siglo IX). Sin embargo, en el siglo XV se encontró, en Occidente, la manera de componer textos a imprenta mediante el uso de caracteres móviles en lugar de bloques. In principio creavit Deus coelum et terram: éstas son las primeras palabras del primer libro impreso con caracteres metálicos móviles, la Biblia publicada por Gutemberg en Maguncia en 1445. Antes de este acontecimiento los libros eran una mercancía tan cara que poca gente podía permitirse el lujo de poseerlos. En España, en torno al 800, un libro, evidentemente manuscrito, costaba más o menos lo que dos vacas. En Lombardía, entre finales del siglo XIV y finales del XV, un libro corriente de medicina costaba por término medio igual que mantener a una persona durante tres meses, y un libro de leyes costaba como mantener a una persona unos dieciséis meses. (Cipolla, Moneta e civilità mediterranea). Mientras los libros fueron tan caros, hubo pocas esperanzas de difundir la instrucción y la cultura en amplia escala. El invento de Gutemberg abrió una era. Al igual que el barco de vela desarrollado en el siglo XV abrió a los europeos nuevos horizontes geográficos, la invención de la imprenta de caracteres móviles abrió a los europeos nuevos horizontes y oportunidades en el terreno de la instrucción y de la cultura.
Como ya se ha observado para el período anterior, muchas de las innovaciones ocurridas en Europa después del siglo XI fueron adaptaciones de ideas desarrolladas en otros lugares. El molino de viento fue inventado quizá en Persia hacia el siglo VII, y la idea de este molino quizá fue traída a Europa por los cruzados. La devanadera apareció en China en el siglo XI, casi un siglo antes que en Europa. La brújula la recibieron los europeos de los árabes. La pólvora fue con toda probabilidad un invento chino.
Europa continua demostrando una extraordinaria capacidad receptiva, y la curiosidad entusiasta de un Marco Polo es indicativa de una mentalidad sumamente abierta. Pero eso no fue todo. A partir del siglo XI Europa occidental desarrolló una originalidad inventiva que se tradujo en un rápido aumento de ideas nuevas. Los anteojos, el reloj mecánico, la artillería, los nuevos tipos de barcos de vela y las nuevas técnicas de navegación, la imprenta con caracteres móviles, con otras mil innovaciones grandes y pequeñas, fueron el producto original de la curiosidad experimental y de la imaginación europea. Hay que observar también que cuando la Europa de la época asimiló ideas nuevas venidas de fuera, no lo hizo de forma puramente pasiva, sino que a menudo puso en práctica las ideas y las adaptó a la situación local con claros elementos de originalidad. El molino de viento que se difundió en Europa fue del tipo que hoy conocemos, con grandes palas y eje horizontal: una máquina mucho más eficaz que la ideada originariamente por los persas. La pólvora fue inventada por los chinos, que la usaron sobre todo para fuegos artificiales. La adopción de la pólvora por los europeos fue acompañada por la fabricación de armas de fuego, cuyos tipos se fueron perfeccionando rápidamente, hasta el punto de que cuando a comienzos del siglo XVI llegaron a China los primeros europeos a bordo de sus galeones, los chinos se quedaron asombrados y aterrorizados con las armas occidentales. El papel fue inventado en China y se difundió por el imperio islámico en el curso del siglo VIII. Los bizantinos, típicamente cerrados y conservadores, nunca aprendieron a fabricar papel. Los europeos aprendieron esta técnica en el curso del siglo XIII. La aparición de las primeras papeleras en Fabriano y en Játiva representa el trasplante a Europa de una idea nacida en otros lugares. Pero mientras que la producción de papel fuera de Europa permaneció siempre en un nivel de producción manual, es típico el hecho de que en Occidente la preparación de la pasta se realizara con maquinaria movida por molinos de agua.
En efecto, uno de los caracteres de originalidad del desarrollo tecnológico de Occidente fue el creciente interés por el aspecto mecánico. Es difícil captar la razón última de este hecho. Puede discutirse si la escasez de mano de obra provocada por las continuas pestes favoreció o no esta tendencia, pero sería absurdo reducir un fenómeno de naturaleza sumamente compleja a un determinismo tan simplista.
El caso del reloj mecánico es particularmente significativo (y no olvidemos que el reloj fue la primera máquina de precisión producida por Occidente).
El hombre aprendió pronto a medir el tiempo, y los instrumentos tradicionales usados para este fin fueron los relojes de sol y de arena y las clepsidras. Ocasionalmente se usaban también barras de material combustible (incienso o cera) debidamente graduadas, que al quemarse marcaban el paso del tiempo. La Europa de la Alta Edad Media heredó estos métodos y no les añadió otros.
Pero al menos a partir del siglo XIII hubo gente en Europa que se rompió la cabeza para encontrar una solución mecánica al problema. En 1271 Roberto Anglico escribía sobre estos proyectos, aunque admitiendo que aún no se había encontrado la solución. Pocos decenios después, sin embargo, relojes mecánicos daban las horas en los campanarios de las iglesias de San Eustorgio y San Gotardo en Milán, y en la catedral de Beauvais. A mediados del siglo XIV el médico Giovanni de Dondi, llamado luego maestro Giovanni del Reloj, produjo una obra maestra de la mecánica que marcaba automáticamente no sólo las horas, sino también los días, los meses, los años y las revoluciones de los planetas.
La solución mecánica para el problema de la medida del tiempo fue encontrada con toda probabilidad en el norte de Italia. Muchos han afirmado que el reloj mecánico se descubrió y se difundió rápidamente por el resto de Europa porque con el clima de la Europa continental el agua se helaba en las clepsidras durante los inviernos y las nubes inutilizaban con frecuencia los relojes de sol. Una explicación de este estilo ofrece un enésimo ejemplo de determinismo muy simplista y poco inteligente. Los primeros relojes marcaban el tiempo tan imperfectamente que debían ser corregidos de continuo, y la corrección la hacían adecuados “gobernadores de relojes”, los cuales adelantaban o retrasaban la aguja de la hora (la aguja de los minutos no apareció hasta mucho después) justamente sobre la base de relojes de sol y de clepsidras. Es evidente, pues, que resulta absurdo hablar de los primeros relojes mecánicos como sustitutos más eficaces de clepsidras y relojes de sol.
El “porqué” los europeos produjeron el reloj mecánico es un “porqué” mucho más sutil. Hace pocos años, P.G. Walker escribió:
La razón de que la máquina se originase en Europa ha de buscarse en términos humanos. Antes de que los hombres pudieran desarrollar y aplicar la máquina como fenómeno social era preciso que los mismos hombres se volvieran mecánicos. (Walker, The Origins)
Los hombres del siglo XIII pensaron en medir el tiempo en términos mecánicos porque habían empezado a desarrollar una mentalidad mecánica, de la que son eficaces testimonios los complicados molinos y los carillones de las baterías de campanas en los campanarios de la época. Los relojes se difundieron pronto por toda Europa, pero la producción no se limitó a esferas, agujas y motores. En las torres municipales de Basilea o de Bolonia, en los campanarios o en el interior de las iglesias como en Estrasburgo o en Lund, se construyeron complicadísimos relojes, en los que la indicación de la hora era un hecho casi accidental, que iba acompañado por revoluciones de astros, movimientos y piruetas de ángeles, santos, vírgenes, magos y otros personajes. Estas maquinarias testimonian a placer una afición irrefrenable a la mecánica. Esta afición alcanzó formas exacerbadas en el curso del Renacimiento, y encontramos su más clara expresión en los diseños de Leonardo. Mientras que los artistas del lejano Oriente se complacían pintando flores, peces y caballos, los artistas del lejano Occidente estaban fascinados por la máquina y los libros de mecánica se multiplicaron en el curso de los siglos XVI y XVII.
Si en el siglo XVII, en la época de la Revolución científica, la rama avanzada del saber fue la mecánica, si la propia característica de la Revolución científica fue, como se ha dicho, la “mecanización de la concepción del mundo”, todo ello no fue algo aberrante y nuevo: fue la lógica y última consecuencia de una actitud mental que maduró en los siglos anteriores.
Un elemento característico de la mentalidad medieval fue el abandono del “animismo” que había caracterizado el concepto de la naturaleza que nutrió a los clásicos y a la mayoría de las demás culturas en todos los rincones del mundo. El tema dominante en la concepción del mundo grecorromana y oriental es el de una armonía entre el hombre y naturaleza –una relación que presuponía, empero, en la naturaleza fuerzas inviolables a las que el hombre debía fatalmente someterse-. Los mitos de Dédalo, Prometeo y la Torre de Babel indicaban el destino de quienes intentaran invertir la relación hombre-naturaleza, pretendiendo asentar el predominio del hombre, y es muy significativa la respuesta del oráculo de Delfos a los habitantes de Cnido, que le preguntaban su parecer sobre la oportunidad de excavar un canal que cortara el istmo de su península: “Zeus habría hecho una isla en vez de una península si ése hubiera sido su deseo”. (Verdenius, Science grecque).
El mundo medieval rompió misteriosamente esta tradición. (White, What Accelerated Technological Progress). Los europeos de la Edad Media, técnicamente demasiado atrasados para dominar de hecho la naturaleza en grado apreciable, se refugiaron en el mundo de los sueños. El culto de los santos sustituyó al “animismo” de los antiguos y de los orientales. Los santos no eran ni demonios ni espíritus extraños: eran hombres –hombres en gracia de Dios, pero hombres de todos modos- cuyas facciones todos veían en los pórticos y en el interior de las iglesias; rostros de todos los días, rostros que la gente encontraba continuamente entre sus semejantes. Estos “santos” no adoptaban el inmovilismo hierático de los santones orientales, no se divertían, como los dioses griegos, castigando a los hombres por su audacia. Al contrario, se ajetreaban de continuo para dominar las fuerzas adversas de la naturaleza y vencían las enfermedades, calmaban los mares tempestuosos, salvaban las cosechas de las tormentas y de las langostas, suavizaban la caída de quien se precipitaba por un barranco, atajaban los incendios, sacaban a flote a los náufragos, dirigían naves que peligraban entre los escollos. Éstos eran los sueños del hombre medieval. Dominar la naturaleza no era pecado. Era milagro. Y creer en los milagros es el primer paso para hacerlos posibles. Inexorablemente, inadvertidamente, el hombre medieval se movió en la dirección de conseguir que aquellos milagros estuvieran menos en función de los santos y más en función de la propia acción.
A siglos de distancia, los trágicos problemas de la contaminación y de la superpoblación vuelven a plantearnos los temas de Dédalo, de Prometeo o de la Torre de Babel. En un futuro bastante próximo quizá el hombre tenga que firmar un armisticio con la naturaleza, o si no podría sufrir dramáticas derrotas. Pero no cabe duda de que en el curso de los siglos que van del XI al XX Europa occidental no hizo más que soñar milagros para después hacerlos posibles.
Las “explicaciones” fáciles de complejos fenómenos históricos fascinan a la gente, justamente porque son fáciles y, por tanto, “cómodas”. La “explicación” es la mayoría de las veces inalcanzable, mientras que la “problemática” sigue siendo a menudo lo único válido.
Sería cómodo decir que el mundo grecorromano no se desarrolló tecnológicamente porque tenía abundancia de esclavos, mientras que la Europa medieval y del Renacimiento produjo un notable desarrollo tecnológico como reacción a la escasez de trabajo provocada por las epidemias. Pero los factores en juego fueron ciertamente mucho más complejos y numerosos. Lo dicho, aunque sea brevemente, en los párrafos anteriores sobre actitudes mentales y aspiraciones puede servir para poner en guardia contra las “explicaciones” fáciles, pero tiene la pretensión de proponer soluciones alternativas. La “actitud receptiva” de Europa, la sustitución del animismo natural por el culto de los santos y la fe en el milagro, la aparición y la difusión de una mentalidad mecanicista, estas y otras cosas por el estilo no son “explicaciones”, sino temas de una más vasta e intrincada “problemática”.
En las páginas precedentes se han mencionado sobre todo las innovaciones tecnológicas más destacadas. Es casi inevitable que en la historia de la tecnología se termine centrando la atención en las etapas dramáticas y en los hechos clamorosos. Pero el progreso tecnológico de la Edad Media y del Renacimiento no consistió tanto en grandes novedades resonantes como en continuas y humildes mejoras y en sucesivos perfeccionamientos, fruto de una práctica artesanal que, aunque admirable, jamás fue docta ni sistemática. Incluso lo que a nosotros nos parecen ex post grandes innovaciones, nunca fueron en general resultado de investigaciones teóricas y sistemáticas de los científicos. Cuanto se realizó, dramático o humilde, fue siempre el resultado acumulativo de un cotidiano progreso de pequeña experimentación, obra de un gran número de artesanos de los que en su mayoría hasta ignoramos hoy el nombre. En cualquier caso, el resultado sustancial de todo el complejo movimiento de innovaciones y perfeccionamientos fue un progresivo aumento de productividad. Obviamente algunos sectores experimentaron aumentos de productividad notablemente superiores a los de otros. En Inglaterra, parece que entre 1350 y 1550 la productividad global en el sector del hierro aumentó siete u ocho veces. (Schubert, British Iron Industry). Otro sector donde la innovación tecnológica imprimió un excepcional aumento de productividad fue el de los libros. Desde el punto de vista estético resulta absurdo comparar un códice manuscrito con un volumen impreso, pero desde el punto de vista de la difusión de las ideas no es absurdo comparar el número de códices que un amanuense podía preparar en un año con el número de volúmenes que un tipógrafo podía tirar en el mismo período. De hecho, tras la invención de Gutemberg, se aportaron continuos perfeccionamientos al nuevo sistema de producción, con los consiguientes continuos aumentos de productividad. Los primeros impresores conseguían tirar, más o menos, 300 páginas diarias. A comienzos del siglo XVIII dos impresores podían tirar más o menos 250 páginas por hora. El sector agrícola no conoció absolutamente nada análogo. En el sector de la navegación progresó la relación tripulación-carga, aunque las necesidades de defensa frenaron sensiblemente tal progreso. La relación tripulación-carga era como media de un marinero por cada 5-6 toneladas en torno a 1400. A mediados del siglo XVI la relación era de un hombre por cada 7 u 8 toneladas. Cuando la paz y la disminución de la piratería redujeron las necesidades de defensa, la relación descendió hasta un hombre por cada 10 toneladas. Obviamente estas mejoras en la relación tripulación-carga han de considerarse conjuntamente con los notables progresos de la velocidad y la seguridad de las naves y de su índice de utilización.
Los esfuerzos se encaminaron sobre todo a sustituir los factores de producción más escasos, aumentando al mismo tiempo su productividad específica. En 1402 los administradores de la Fábrica de la Catedral de Milán estudiaron la propuesta de una máquina para cortar piedras que empleando un caballo (que costaba 3 sueldos diarios) habría debido hacer el trabajo para el que necesitaban normalmente cuatro hombres (con un salario de 13 1/3 sueldos por día y por hombre). Pocos años después los mismos administradores estudiaban el proyecto de otra máquina –ésta para el transporte del mármol- que permitía reducir a un tercio el personal normalmente necesario. (Annali Della Fabbrica del Duomo, vol. I).
Fundamentalmente, en la base de la mayoría de las innovaciones estaba siempre la necesidad de aprovechar de forma más eficaz las escasas disponibilidades de energía. Ya se ha hablado del desarrollo de los barcos de vela. En el curso de los siglos se produjeron notables avances en la construcción de los molinos, que se convirtieron en máquinas cada vez más eficaces. En el siglo XIII la mayoría de los molinos de agua tenían ruedas de un diámetro que oscilaban entre 1 y 3,5 metros, con una potencia correspondiente de 1 a 3,5 caballos. En el siglo XVII se llegó a construir molinos con ruedas de 10 metros de diámetro, pero la mayoría de los molinos siguieron construyéndose con ruedas que oscilaban entre 2 y 4 metros. Los constructores prefirieron, en general, aumentar el número de las ruedas de un molino, en vez de afrontar los grandes problemas técnicos planteados por la concentración de notables masas de energía hidráulica en una sola rueda. En cuanto al molino de viento, ha de observarse que al principio todo el mecanismo estaba construido sobre un palo, para poderlo girar según la dirección del viento. Este hecho limitaba drásticamente las dimensiones de los molinos. Pero en el siglo XIV apareció el molino de torreta: en este tipo de máquina el edificio y la maquinaria están sólidamente construidos sobre el terreno, y sólo la torreta de la cima del edificio es giratoria, para coger el viento en la dirección correcta. Esta innovación permitió construir molinos de viento de mayores dimensiones y más potencia: en la práctica se llegó a construir molinos de viento con una potencia de 20 o incluso de 30 caballos.
2. LA DIFUSIÓN DE LAS TÉCNICAS
Hasta ahora se ha hablado de Europa en términos genéricos, pero es preciso admitir que durante los distintos siglos hubo áreas más innovadoras y otras menos innovadoras. En los siglos del XII al XV los italianos estuvieron en vanguardia no sólo del progreso económico, sino también del tecnológico. En los siglos XVI y XVII la primacía pasó a los holandeses. Evidentemente, un punto clave del análisis es el de la difusión de las innovaciones tecnológicas desde su área de origen a las demás, y es oportuno pararse en este punto.
En 1607 Vittorio Zonca publicaba en Padua su Nuovo Teatro di Machine, que incluía, entre otros numerosos diseños de las más diversas maquinarias, la descripción gráfica de uno de aquellos complicadísimos molinos de seda de origen boloñés que daban merecida fama a Italia. El libro de Zonca se reeditó en 1621, y después de nuevo en 1656. A pesar de ello, en Piamonte, donde la producción de seda desempeñaba un papel económico preponderante, las informaciones técnicas sobre los molinos de seda se consideraban secreto de Estado y estaba prevista la pena de muerte para cualquier tentativa de violar ese secreto. Se equivocaría quien pensase que los piamonteses eran extravagantes o estaban locos. Un ejemplar del libro de Zonca estaba a la disposición del público en las estanterías de la Bodleian Library of Oxford al menos desde 1620, pero evidentemente no bastaba el libro con sus instrucciones: los ingleses intentaron construir molinos de seda a la italiana aunque sin éxito. Por fin, en los años 1716-1717, un tal John Lombe consiguió llevar a cabo una auténtica operación de espionaje industrial. Camuflado como obrero, consiguió introducirse en una fábrica de seda piamontesa y allí, durante dos años, “encontró manera de familiarizarse con la maquinaria y dominar su conjunto y todas sus partes”. (Chaloner, Sir Thomas Lombe). Lo gracioso es que si uno mira los dibujos hechos a escondidas por Lombe, le parecen mucho menos claros que los publicados antes por Zonca. La moraleja de la historia puede encontrarse en un memorable pasaje que el profesor Oakeshott escribió hace años a propósito del problema de los países subdesarrollados:
Puede suponerse que una persona inexperta, algunas sustancias comestibles y un libro de cocina constituyen los elementos necesarios para esa actividad que se denomina culinaria. Nada más lejos de la verdad. El libro de cocina no es un principio independiente que engendre la actividad culinaria. No representa más que un abstracto compendio de los conocimientos de alguien sobre cómo cocinar: es el hijastro, no el progenitor de la actividad. El libro puede ayudar a una persona a preparar una comida, pero si es su única guía, esa persona no sabría por donde empezar: el libro habla sólo a los que saben ya el tipo de cosas que esperan de él y, por consiguiente, cómo interpretarlo. (Oakeshott, Political Education).
También hoy los diseños y el folleto de instrucciones de una maquinaria compleja se consideran insuficientes para transmitir una información completa, y cuando una empresa compra una maquinaria complicada envía en general técnicos propios al productor para que se familiarice profesionalmente con las máquinas en su lugar de producción. A través de los siglos, y hasta época muy reciente, las técnicas no se difundieron prácticamente nunca mediante información escrita. El medio predominante de difusión fue la emigración de los técnicos. Es decir, la difusión de las técnicas fue un producto de la difusión del “capital humano”.
Casos de individuos que emigraron temporalmente con objeto de adquirir informaciones sobre innovaciones tecnológicas no son nada raros, incluso en los tiempos que precedieron a la Revolución Industrial. Se ha recordado ya el viaje de espionaje industrial de John Lombe. Nocolaus Witsen escribió hacia finales del siglo XVII que había artesanos extranjeros que marchaban a los arsenales holandeses para aprender allí “ciertas técnicas que reducen los costos de producción de los barcos”. (Barbour, Dutch and English Merchant Shipping). En 1657 John Fromanteel, de Londres, marchó a Holanda para aprender el arte de construir resorte de espiral del tipo recientemente inventado por Huygens y construido por Coster. A la muerte de John, los Fromanteel fueron los primeros en construir relojes de pesas en Inglaterra. (Britten, Old Clocks). En la segunda mitad del XVII, Dionigi Comollo, de cómo, se dirigió a Amsterdam para aprender el arte de hacer paños de lana a la nueva manera holandesa. En 1684 la República de Venecia envió a Inglaterra a Sigismondo Alberghetti Jr., maestro cañonero, para que aprendiese las técnicas inglesas de fundición de cañones. Sin embargo, existían graves obstáculos para este tipo de transmisión de las tecnologías. Sobre todo en los sectores que entrañaban grandes intereses económicos y militares, gobiernos y comunidades se mostraron siempre intratablemente celosos de sus conocimientos y se opusieron a la difusión de sus secretos.
En la Europa preindustrial la propagación de las innovaciones tecnológicas se produjo sobre todo con la emigración de individuos que por una u otra razón decidían abandonar su país. Existe una abundante literatura sobre los hugonotes franceses y sobre los protestantes flamencos que, huyendo de las persecuciones en su patria, emigraron en los siglos XVI y XVII, llevando a Inglaterra, Suecia y Suiza tecnologías avanzadas y nuevos tipos de producción. La historia del perseguido religioso tiene una fascinación trágico-romántica tal que a menudo se acaba olvidando que no todos los técnicos que emigraron en los siglos XVI y XVII lo hicieron bajo la presión del fanatismo religioso. Un buen número de los “valones” que a comienzos del XVII introdujeron en Suecia las nuevas técnicas de fundición del hierro eran católicos, y durante cierto tiempo estuvieron autorizados, en la Suecia protestante, a mantener su fe y celebrar sus ritos. (Cipolla, Velieri e cannoni). La mayoría de los relojeros franceses que desarrollaron en Londres la industria relojera eran hugonotes, pero John Goddard, que se instaló en Londres en Portsoken Ward, era conocido por ser un “papista”. (Ullyett, British Clocks). Los técnicos suecos y flamencos que emigraron a Rusia a comienzos del siglo XVII llevando consigo las nuevas técnicas de la fundición de cañones de hierro no iban empujados por preocupaciones religiosas. De Paul Roumieau, que volvió a introducir el arte de la relojería en Escocia, se habló siempre como de un hugonote escapado de Francia después del Edicto de Nantes. Se ha averiguado ahora que el buen Roumieau se estableció en Edimburgo por lo menos ocho años antes de 1685. (Smith, Old Scottish Clockmakers). A propósito de la difusión de los molinos de seda en el Estado véneto, Carlo Poni ha puesto de relieve “la importancia de la emigración al Véneto de plantillas boloñesas especializadas”; en esta emigración nada tuvo que ver la intolerancia religiosa.
Todo esto lleva a tratar de la movilidad del trabajo en la Europa preindustrial. En análisis de este tipo suele distinguirse entre fuerzas de “repulsión” y fuerzas de “atracción”. Por parte de los “estímulos” estaba la larga serie de miserias que afligían al trabajador de la época preindustrial: el hambre, la peste, las guerras, los impuestos, las dificultades de empleo, la intolerancia política y/o religiosa. Para el trabajador medio, la vida era miserable cuando las cosas iban bien. Una pequeña dosis extra de desgracia bastaba para hacerla intolerable. El apego del trabajador preindustrial a su lugar de residencia era directamente proporcional a su nivel de vida; esto es, era mínimo.
Gobiernos y administraciones tenían plena conciencia de esta situación y estaban igualmente convencidos de que la emigración de trabajadores especializados y técnicos tenía nefastas consecuencias para una economía. Los decretos que prohíben la emigración de mano de obra especializada son incontables en la Baja Edad Media y en los siglos XVI y XVII. Se prestaba particular atención a aquellas categorías de trabajadores cuya actividad se consideraba esencial para la seguridad del Estado o para la economía. El gobierno veneciano, por ejemplo, prohibía en el siglo XV la emigración de los calafates con
una orden y decisión tomada en el Gran Consejo de que si algún calafate parte de Venecia para ir a trabajar fuera de los confines de esta tierra, deba estar seis años en una de las prisiones de abajo y pagar 200 libras. (Luzzato, Storia veneziana).
Sin embargo, la capacidad del Estado preindustrial para controlar los movimientos de las personas era sumamente limitada. La monotonía con que se repiten en todas las ciudades las disposiciones contra la emigración de mano de obra especializada es una prueba de su ineficacia. Como siempre ocurre, la impotencia sugería ferocidad. En 1545 los Médicis invitaron a regresar a Florencia a todos los trabajadores de oro y de seda que se habían marchado, prometiendo premios y ventajas a quien regresara y castigos a quien se quedara. En 1559 se repitió el bando, y en 1575, para frenar el éxodo posterior, se llegó a autorizar a “cualquier persona a matar impunemente a cada uno de los antedichos que se han marchado” y a premiar con 200 escudos de oro a quien entregase al expatriado “vivo o muerto”. (Fanfani, Storia del Lavoro in Italia).
Los elementos de “atracción” que servían de señuelo a la mano de obra podían ser la presencia de oportunidades de trabajo y/o la paz y/o la tolerancia religiosa. Muy a menudo los poderes públicos seguían una política consciente a este respecto.
En los siglos XII y XIII los defensores del Drang nach Osten atrajeron con ricas promesas y distribuciones de tierras a los campesinos de los Países Bajos a los territorios eslavos de Europa oriental, para las necesarias obras de roturación y saneamiento. Ya se ha hablado antes de todo lo que hizo en 1230-1231 el municipio de Bolonia para atraer a especialistas de manufacturas de lana y seda. En 1442 el duque Filippo Maria Visconti hizo ir a Milán un maestro florentino, un tal Piero di Bartolo, para que introdujese en la capital lombarda “particulares labores de seda” y le concedió un estipendio mensual, exenciones fiscales para él y todos sus obreros, y franquicia de derechos de aduanas para la importación de materias primas. Casi un año después, el mismo duque concedía los mismos privilegios y franquicia a un grupo de milaneses y genoveses que se comprometían a emprender en Milán la actividad de la sedería. Colbert dispensó grandes privilegios, subvenciones, franquicias y hasta títulos honoríficos a Abraham y Hubert Jr. De Beche cuando los invitó a Francia para que montaran allí una siderurgia sobre el modelo y con las técnicas de la industria sueca. Ni siquiera se eludieron raptos y secuestros. Una investigación realizada por el Bergs Kollegium de Estocolmo en la década de 1660 sobre la emigración de trabajadores suecos del hierro, puso en claro que cierto número de obreros fueron embarcados en Nyköping, haciéndoles creer que los trasladaban a otro distrito sueco próximo. Los obreros fueron llevados primero a Lübeck, luego a Hamburgo y por último a Francia, donde a Colbert se le había metido en la cabeza hacer “despegar” a toda costa la siderurgia. Algunos trabajadores lograron escapar y uno de ellos, Anders Sigfersson, consiguió poner los pies en su patria en 1675.
Naturalmente, una cosa es llevar el caballo a la fuente y otra muy distinta obligarlo a beber. Que cierto número de personas en posesión de ciertos conocimientos técnicos emigraran hacia cierta área podía ser condición necesaria, pero nunca fue condición suficiente para que esa innovación dada arraigase y se desarrollase. Entran en juego otros factores, como la personalidad de los inmigrados, su consistencia numérica y sobre todo la calidad del ambiente. Diversos “técnicos” occidentales se establecieron en Turquía en el curso de los siglos XV, XVI y XVII y llevaron consigo nuevas ideas y nuevas técnicas, pero, sin embargo, no se desarrolló nada nuevo en el rígido y oprimente clima del imperio otomano. En cambio, quienes emigraron a Inglaterra en el siglo XVI encontraron un terreno sumamente fértil. Los relojeros hugonotes que introdujeron en Londres las más avanzadas técnicas de la relojería de la época, los fugitivos flamencos que introdujeron en Norwich las técnicas de la new drapery, los vidrieros franceses que implantaron el arte del vidrio en los bosques de Weald, encontraron pronto in situ numerosos y emprendedores individuos que no sólo los imitaron, sino que, prosiguiendo su ejemplo con brotes de originalidad, desarrollaron más aún las técnicas extranjeras y abrieron caminos a otras innovaciones. (Cipolla, Clocks and Culture).
La introducción y la aplicación de nuevas tecnologías no son un hecho tecnológico; son algo sociocultural. (Frankel, Economic Impact). Ya lo había entendido así hace siglos el holandés Nicolaes Witsen cuando en su gran tratado sobre las construcciones navales, impreso en Amsterdam en 1671, escribió:
Extranjeros que vienen a los arsenales holandeses para estudiar ciertas técnicas que reducen los costos, no consiguen luego poner en práctica estas técnicas en sus países…Eso se deriva, en mi opinión, del hecho de que tales personas tienen que trabajar en un ambiente distinto con mano de obra no holandesa. Aunque un extranjero aprenda todo lo que hay que aprender, sus conocimientos no le servían a menos que consiga inculcar en sus trabajadores la ordenada y sobria mentalidad de los holandeses, lo cual es imposible.
Todo depende, como escribía el buen Nicolaes Witsen, de la “disposición mental”. Lo cual permite cerrar este capítulo, por una vez, con una nota alegre; esto es, que aquellos países donde predominan el fanatismo y la intolerancia están destinados a perder, a favor de los países más tolerantes, el más precioso de los capitales: es decir, el de buenos cerebros humanos. Por otra parte, una sociedad tolerante es también, por naturaleza, una sociedad receptiva a nuevas ideas. Inmigración de cerebros que funcionan y receptividad para buenas ideas nuevas constituyen juntas poderosa mezcla. Ahí están para atestiguarlo el éxito de Holanda, de Inglaterra, de Suecia y del cantón de Ginebra en el siglo XVII.
No hay comentarios:
Publicar un comentario