miércoles, 29 de junio de 2011

LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA

LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA

Hechos como el descubrimiento de nuevos mundos y nuevos productos, la prueba de la esfericidad de la Tierra, la invención de la imprenta, el perfeccionamiento de las armas de fuego, el desarrollo de las construcciones navales y de la navegación, originaron una revolución cultural. (Jones, Ancients and Moderns)
En innumerables textos de la época se halla el estribillo de que si los antiguos no habían conocido ni el mundo en el que habían vivido, ni las armas de fuego, ni la imprenta, no podía considerárseles tan omniscientes como siempre se había creído. Entró en crisis la fe ciega y absoluta en los dogmas de la antigüedad que había prevalecido sin discusión en los siglos medievales. En vez de seguir mirando al pasado como una perdida edad de oro, oprimidos por un nostálgico complejo de inferioridad, los europeos empezaron a mirar con optimismo hacia delante, proyectados hacia el futuro y pensando cada vez más en términos de progreso y de búsqueda de lo nuevo. Notando el contraste entre la mentalidad europea y la china, un misionero, el padre Le Comte (1655-1728) escribía: “Los chinos prefieren la menos valiosa de las piezas de anticuario al mejor instrumento moderno, diferentes en ello de nosotros (europeos), que no amamos ni buscamos más que las novedades”. (Le Comte, Empire of China).
En el siglo XVII vio desarrollarse una agria y violenta batalla intelectual entre “antiguos” y “modernos”, entre quien sostenía el dogma de la autoridad y la omnisciencia de los clásicos y quien oponía al dogma la búsqueda crítica y ponía de relieve los errores y los absurdos de los escritores antiguos. La época de Galileo y de Newton, de Huygens y Leeuwenhoek, de Harvey y Leibniz, marcó la victoria de los “modernos”, del método experimental y de la aplicación de las matemáticas a la explicación de la realidad. La física y en especial la mecánica, en las que, por la propia naturaleza de su objeto, la aplicación de la lógica matemática estaba destinada a producir los mayores resultados, hicieron progresos espectaculares, y la fascinación de tales progresos fue tan grande que progresivamente empezó a predominar una concepción mecanicista del Universo. (Dijksterhuis, The Mechanisation of the World Picture). Dios mismo fue descrito desde entonces como un perfecto “relojero”.
Formó parte de estos avances una decidida tendencia a la medición cuantitativa: con otras palabras, se hizo cada vez más común el tratar de dar una expresión cuantitativa a los fenómenos que se querían describir, y un número progresivamente creciente de individuos intentó medir un número creciente de fenómenos no sólo en el sector de la mecánica o de la astronomía, sino también en los de la economía, la demografía y la administración pública. En ese clima cultural surgió y se desarrolló la escuela de los “aritméticos políticos”, Graunt, Petty y Halley presentaron sus estimaciones sobre los fenómenos demográficos y calcularon las primeras tablas de supervivencia; Gregory King calculó la renta nacional inglesa, la administración estatal en Francia y en Inglaterra se preocupó cada vez más por recoger datos y estadísticas sobre la población, la navegación, el comercio exterior y los movimientos de metales preciosos. Si en las publicaciones actuales de historia demográfica las estadísticas sobre la población mundial en las distintas épocas comienzan siempre en 1650, la razón ha de buscarse en que justamente a mediados del siglo XVII se empezaron a realizar estimaciones de la población mundial de la época.
Naturalmente, no era oro todo lo que relucía. Usar números no significa, en sí, ser científico ni preciso. Lo que importa no es usar los números, sino usarlos bien. En 1589 se reimprimía en Venecia la obra de Giovan Maria Bonardo sobre La grandezza, larghezza e dintança di tutte le sfere ridotta a nostre miglia, donde se afirmaba que “el infierno dista de nosotros 3758 millas y un cuarto” y que “tiene de anchura 2505 millas y media”, mientras que “el Cielo Empíreo…donde felicísimamente los bienaventurados reposan…está alejado de nosotros 1799995500 millas”. La mayoría de las estimaciones propuestas en la segunda mitad del siglo XVII a propósito de la población mundial no tenían mucho más valor que las de Giovan Maria Bonardo sobre la distancia de la tierra al infierno y al paraíso. Pero las dos cosas no podían situarse en el mismo plano. Una de las características fundamentales de la Revolución científica del siglo XVII fue justamente la de apartar la especulación humana de problemas irresolubles y absurdos, como la distancia entre el infierno y la tierra o el número de ángeles que cabían en la punta de un alfiler, y orientarla hacia problemas que podían tener una respuesta. La Revolución científica no consistió sólo en la adopción sistemática del método experimental, sino también en la renovación radical de la problemática y en la adecuación de una cosa a otra. La cifra de Giovan Maria Bonardo sobre la distancia del infierno y la de Petty sobre la población mundial son ambas inverosímiles, pero la primera refleja una problemática absurda, mientras que la segunda es sólo una medición imperfecta de un problema racionalmente válido.
En efecto, una vez bien planteada la problemática, era fatal que la respuesta aproximada o exacta acabara por encontrarse. La estadística y la demografía modernas nacieron prácticamente entonces, y las informaciones cuantitativas sobre la población, la producción, el comercio y la moneda fueron haciéndose progresivamente más numerosas y fiables. Por otra parte, la nueva problemática era fruto a su vez de una nueva actitud mental que concedía más lugar a lo racional que a lo irracional, que anteponía el pragmatismo a la ideología, que insistía sobre la practicidad efectiva en lugar de sobre la escatología. Como escribía Galileo a Campanella: “Yo estimo en más el encontrar una verdad, aunque sea de cosa ligera, que el disputar largamente sobre las máximas cuestiones sin conseguir verdad alguna”. En el plano de las relaciones humanas se preparó el terreno para la tolerancia de la Ilustración. En el plano tecnológico se aceleró el proceso de la experimentación para solucionar problemas concretos de la economía y de la sociedad.
Todo este grandioso movimiento de ideas tuvo notable importancia también en otro aspecto. En la Edad Media, a causa de una tradición cultural heredada de la antigüedad, ciencia y técnica habían permanecido separadas y distintas. Como afirmaron en 1392 los maestros constructores de la catedral de Milán “scientia est unum et ars est aliud”, es decir, la ciencia es una cosa y otra la técnica. La ciencia era filosofía y la técnica era el ars de los artesanos. Los “filósofos” no contribuyeron a ninguno de los progresos realizados en los siglos por los “artistas”, y eso sustancialmente a causa de que la “ciencia” oficial no sentía ni interés ni inclinación por el fenómeno tecnológico. El Renacimiento, con su culto incondicional por los valores de la antigüedad clásica, acentuó esta dicotomía que en Italia se agudizó aún más desde mediados del siglo XV en adelante por el progresivo acentuarse y esclerotizarse de las distinciones de clase. En tal clima han de entenderse tanto la afirmación de Leonardo de ser “hombre sin letras”, como la advertencia de Tartaglia de que su doctrina no estaba “sacada de Platón ni de Plotino”, como el esfuerzo de los médicos, que se consideraban científicos y por lo tanto filósofos, para distinguirse de los cirujanos, considerados técnicos y por tanto como simples artesanos.
Los “modernos” del siglo XVII, en su reacción contra los valores tradicionales y en su esfuerzo por imponer el método experimental, se batieron sañudamente para revalorizar la obra técnica de los artesanos. Francis Bacon subrayó en más de una ocasión la necesidad de que artesanos y científicos colaboraran entre sí. Galileo, en el famoso Diálogo, puso en boca del imaginario Sagredo la afirmación de que el conversar con los artesanos del Arsenal de Venecia le había ayudado mucho en el estudio de varios y difíciles problemas. La Royal Society de Londres encargó a algunos de sus miembros que redactaran una historia de los oficios y de las técnicas artesanas, idea que será más adelante adoptada de lleno por los redactores de la Encyclopédie.
Mientras ocurría todo esto en el terreno de la “ciencia”, en el de la “técnica” iban tomando cuerpo desarrollos convergentes. Ante todo ha de tenerse en cuenta el hecho de que las distintas partes de una sociedad, aunque diversas o divididas, están sometidas siempre a estímulos culturales comunes. Y otra cosa: el protestantismo, con su incondicional bibliolatría, fue un poderoso factor de difusión del alfabetismo. En los países de la Reforma la proporción de artesanos que sabían leer y escribir aumentó notablemente en el curso del siglo XVII. Por emulación se produjo algo análogo, aunque en proporciones mucho menores, en los países católicos durante la Contrarreforma.
La difusión del alfabetismo significó la victoria del libro sobre el proverbio, del texto sobre la imagen, de la información razonada sobre la repetición servil, lo cual a su vez significó el progresivo abandono de actitudes consuetudinarias y tradicionalistas a favor de actitudes más racionales y experimentales. Last but not least, el desarrollo de la navegación oceánica, de la industria relojera y de la propia ciencia experimental favorecieron la formación de un grupo cada vez más nutrido de fabricantes de instrumentos de precisión. Éstos vinieron a representar a un tipo de técnico capaz de experimentos racionales. No es un azar que el origen de la Revolución industrial esté en la máquina de vapor y que el inventor de la máquina de vapor fuera uno de estos fabricantes de instrumentos de precisión.
Hasta finales del siglo XVIII las contribuciones de la “ciencia” a la “tecnología” fueron absolutamente ocasionales y de escaso relieve. Pero el desarrollo cultural del siglo XVII acercó las dos ramas y creó las condiciones para esa colaboración que culminó a finales del siglo XIX con la fundación de la Technische Hoschschulen en Alemania.

Punto 3 del capítulo 10 de "Historia Económica de la Europa Preindustrial" Carlo M. Cipolla

LOS ESTADIOS DE LA TECNICA - LA TECNOCRACIA ANTIGUA Y MODERNA ( MEDITACION DE LA TECNICA, ORTEGA Y GASSET)

LOS ESTADIOS DE LA TÉCNICA


El asunto es difícil y yo he vacilado no poco antes de decidirme por uno u otro principio siguiendo al cual pudiésemos distinguir esos estadios. Desde luego, hay que rechazar el que fuera más obvio: segmentar la evolución fundándose en la aparición de tal o cual invento que se considera muy importante y característico. Todo lo que vengo diciendo en este curso conspira a la corrección del error tópico que cree que lo importante en la técnica es este o el otro invento. ¿Qué es el de mayor calibre que se pueda citar, en comparación con la mole enorme de la técnica toda en una época? Lo que éste sea en su modo general es lo verdaderamente importante, lo que puede significar un cambio o avance substantivos. No hay ningún invento que sea, en última instancia, importante, medido con las dimensiones gigantes de la evolución integral. Además, ya hemos visto cómo técnicas magníficas se pierden después de logradas o desaparecen definitivamente -se entiende hasta la fecha- o hubo que redescubrirlas. Además, no basta que se invente algo en cierta fecha y lugar para que el invento represente su verdadero significado técnico. La pólvora y la imprenta, dos de los descubrimientos que parecen más importantes, existían en China siglos antes de que sirviesen para nada apreciable. Sólo en el siglo XV y en Europa, probablemente en Lombardía, se hace la pólvora una potencia histórica, y en Alemania, por el mismo tiempo, la imprenta. En vista de ello, ¿cuándo diremos que se han inventado ambas técnicas? Evidentemente, sólo integradas en el cuerpo general de la técnica fin- medieval e inspiradas por el programa vital del tiempo traspasan el umbral de la eficiencia histórica. La pólvora como arma de fuego y la imprenta son auténticamente contemporáneas de la brújula y el compás: los cuatro, como pronto se advierte, de un mismo estilo, muy característico de esta hora entre gótica y renacentista que va a culminar en Copérnico. Noten ustedes que esos cuatro inventos obtienen la unión del hombre con lo distante, son la técnica de la actio in distans que es el subsuelo de la técnica actual. El cañón pone en contacto inmediato a los enemigos lejanos; la brújula y el compás, al hombre con el astro y los puntos cardinales; la imprenta, al individuo solitario, ensimismado, con esa periferia infinita -en espacio y tiempo, infinita en el sentido de no finitos- que es la humanidad de posibles lectores.

A mi entender, un principio radical para periodizar la evolución de la técnica es atender la relación misma entre el hombre y su técnica o, dicho en otro giro, a la idea que el hombre ha ido teniendo de su técnica, no de ésta o la otra determinadas, sino de la función técnica en general. Veremos cómo este principio no sólo aclara el pasado, sino que de un golpe ilumina las dos cuestiones enunciadas por mí: el cambio sustantivo que engendró nuestra técnica actual y por qué ocupa ésta en la vida humana un papel sin par al representado en ningún otro tiempo.

Partiendo de este principio podemos distinguir tres enormes estadios en la evolución de la técnica:

La técnica del azar.
La técnica del artesano.
La técnica del técnico.

La técnica que llamo del azar, porque el azar es en ella el técnico, el que proporciona el invento, es la técnica primitiva del hombre pre y proto-histórico y del actual salvaje -se entiende, de los grupos menos avanzados-, como los Vedas de Ceilán, los Semang de Borneo, los pigmeos de Nueva Guinea y Centro Africa, los australianos, etc.

¿Cómo se presenta la técnica a la mente de este hombre primitivo? La respuesta puede ser aquí sobremanera taxativa: el hombre primitivo ignora su propia técnica como tal técnica; no se da cuenta de que entre sus capacidades hay una especialísima que le permite reformar la naturaleza en el sentido de sus deseos.

En efecto:

1º. El repertorio de actos técnicos que usufructúa el primitivo es sumamente escaso y no llega a formar un cuerpo suficientemente voluminoso para que pueda destacar y diferenciarse del repertorio de actos naturales que es en su vida incomparablemente mayor que aquél. Esto equivale a decir que el primitivo es mínimamente hombre y casi todo él puro animal. Los actos técnicos, pues, se desperdigan y sumergen en el conjunto de sus actos naturales y se presentan a su mente como perteneciendo a su vida no técnica. El primitivo se encuentra con que puede hacer fuego lo mismo que se encuentra con que puede andar, nadar, golpear, etc. y como los actos naturales son un repertorio fijo y dado de una vez para siempre, así también sus actos técnicos. Desconoce por completo el carácter esencial de la técnica, que consiste en ser ella una capacidad de cambio y progreso, en principio, ilimitados.

2º. La sencillez y escasez de esa técnica primigenia trae consigo que sean ejercitados sus actos por todos los miembros de la colectividad. Todos hacen fuego, elaboran arcos y flechas, etc. Es decir, que la técnica no parece destacada ni siquiera por el hecho que va a constituir la segunda etapa en la evolución, a saber, que sólo ciertos hombres -los artesanos- saben hacer determinadas cosas. La única diferenciación que se produce muy pronto estriba en que las mujeres se ocupan en ciertas faenas técnicas y los varones en otras. Pero esto no basta para aislar el hecho técnico como algo peculiar a los ojos del primitivo, porque también el repertorio de actos naturales es un poco diferente en la mujer y en el varón. Que la mujer cultive los campos -fue la mujer la inventora de la técnica agrícola- le parece tan natural como que de cuando en cuando se ocupe de parir.

3º. Pero tampoco cobra conciencia de la técnica en su momento más característico y delator -en la invención. El primitivo no sabe que puede inventar, y porque no lo sabe, su inventar no es un previo y deliberado buscar soluciones. Como antes sugerí, es más bien la solución quien le busca a él. En el manejo constante e indeliberado de las cosas circundantes se produce de pronto, por puro azar, una situación que da un resultado nuevo y útil. Por ejemplo, rozando por diversión o prurito un palo con otro brota el fuego. Entonces el primitivo tiene una súbita visión de un nuevo nexo entre las cosas. El palo, que era algo para pegar, para apoyarse, aparece como algo nuevo, como lo que produce fuego. El primitivo, así tenemos que imaginarlo, queda anonadado, porque siente como si la naturaleza de improviso hubiera hecho penetrar en él uno de sus misterios. Ya el fuego era para él un poder divinoide del mundo y le suscitaba emociones religiosas. El nuevo hecho, el palo que hace fuego, se carga por una y otra razón de sentido mágico. Todas las técnicas primitivas tienen originariamente un halo mágico y sólo son técnicas para aquel hombre por lo que tienen de magia. Ya veremos luego cómo la magia es, en efecto, una técnica, aunque fallida e ilusoria.

Este hombre, pues, no se sabe a sí mismo como inventor de sus inventos. La invención le aparece como una dimensión más de la naturaleza -el poder que ésta tiene de proporcionarle, ella a él, y no al revés, ciertos poderes. La producción de utensilios no le parece provenir de él, como no provienen de él sus manos y sus piernas. No se siente horno faber. Se encuentra, pues, en una situación muy parecida a la que Köhler describe cuando el chimpancé cae súbitamente en la cuenta de que un palo que tiene en la mano puede servir para un cierto fin antes insospechado. Köhler la llama «impresión del ¡ajá!», ya que ésta es la expresión del hombre cuando de pronto se le hace patente una nueva relación posible entre las cosas. Se trataría, pues, de la ley biológica llamada trial and error, ensayo y error, aplicada al orden consciente. El infusorio «ensaya» innumerables posturas y encuentra que una de ellas le produce efectos favorables. Entonces la fija como hábito.

Pero volvamos a la técnica primitiva. Se da, pues, en el hombre todavía como naturaleza. La expresión más propia de ella sería decir que verosímil mente las invenciones del hombre auroral, producto del puro azar , obedecen al cálculo de probabilidades; es decir, que dado el número de combinaciones espontáneas que son posibles entre las cosas, corresponde a ellas una cifra de probabilidad para que se le presenten un día en forma tal que él vea en ellas preformado un instrumento.


LA TECNICA COMO ARTESANIA. -LA TÉCNICA DEL TÉCNICO

Pasemos al segundo estadio: la técnica del artesano. Es la técnica de la vieja Grecia, es la técnica de la Roma preimperial y de la Edad Media. He aquí, en rapidísima enumeración, algunos de sus caracteres:

1º. El repertorio de actos técnicos ha crecido enorme- mente. No tanto, sin embargo -es importante advertirlo-, para que la súbita desaparición, crisis o atasco de las técnicas principales hiciera materialmente imposible la vida de las colectividades. Más claro aún: la diferencia entre la vida que lleva el hombre en este estadio con todas sus técnicas y la que llevaría sin ellas, no es tan radical que impidiera, fallidas o suspensas aquéllas, retrotraerse a una vida primitiva o cuasi primitiva. Aún la proporción entre lo no técnico y lo técnico no es tal que lo técnico se haya hecho la base absoluta de sustentación. No: aún la base sobre que el hombre se apoya es lo natural -por lo menos, y esto es lo importante, así lo siente él-, y por eso, cuando comienzan las crisis técnicas, no se da cuenta de que éstas van a imposibilitar la vida que lleva; por eso no reacciona a tiempo y enérgicamente ante aquellas crisis.

Pero hecha esta salvedad y comparando la nueva situación técnica que este segundo estadio representa con la primitiva, conviene subrayar lo contrario: el enorme crecimiento de los actos técnicos. No pocos de éstos se han hecho tan complicados que no puede ejercitarlos todo el mundo y cualquiera. Es preciso que ciertos hombres se encarguen a fondo de ellos, dediquen a ellos su vida: son los artesanos. Pero esto acarrea que el hombre adquiera ya una conciencia de la técnica como algo especial y aparte. Ve la actuación del artesano -zapatero, herrero, albañil, talabartero, etc.-, y entiende la técnica bajo la especie o figura de los técnicos que son los artesanos; quiero decir: aún no sabe que hay técnica, pero ya sabe que hay técnicos, hombres que poseen un repertorio peculiar de actividades que no son, sin más ni más, las generales y naturales en todo hombre. La lucha -tan moderna- de Sócrates con las gentes de su tiempo empieza por querer convencerles de que la técnica no es el técnico, sino una capacidad sui generis, abstracta, peculiarísima, que no se confunde con este hombre determinado o con aquel otro. Para ellos, al contrario, la zapatería no es sino una destreza que poseen ciertos hombres llamados zapateros. Esa destreza podría ser mayor o menor y sufrir algunas pequeñas variaciones, exactamente como acontece con las destrezas naturales, el correr y el nadar, por ejemplo; mejor aún, como el volar del pájaro y el cornear del toro. Bien entendido, ellos saben ya que la zapatería no es natural -quiero decir no es animal-, sino algo exclusivo del hombre pero creen que la posee como un dote fijo y dado de una vez para siempre. Lo que tiene de sólo humano es lo que tiene de extranatural, pero lo que tiene de fijo y limitado le da un carácter de naturaleza -pertenece, pues, la técnica a la naturaleza del hombre, es un tesoro definido y sin ampliaciones substantivas posibles. Lo mismo que el hombre se encuentra al vivir instalado en el sistema rígido de los movimientos de su cuerpo, así se encuentra instalado, además, en el sistema fijo de las artes, que es como se llama en pueblos y épocas de este estadio a las técnicas. El sentido propio de téchne, en griego, es ese.

2º. Tampoco el modo de adquisición de las técnicas favorece la clara conciencia de ésta como función genérica e ilimitada. En este estadio se da aún menos que en el primitivo -aunque de pronto pensaría uno lo contrario- ocasión para que el hecho de inventar haga surgir en la memoria la idea clara, aislada, exenta, de lo que la técnica es en verdad. Al fin y al cabo, los pocos inventos primitivos, tan fundamentales, debieron destacarse melo- dramáticamente sobre la cotidianeidad de los hábitos animales. Pero en la artesanía no se concibe la conciencia del invento. El artesano tiene que aprender en largo aprendizaje -es la época de maestros y aprendices- técnicas que ya están elaboradas y vienen de una insondable tradición. El artesano va inspirado por la norma de encajarse en esa tradición como tal: está vuelto al pasado y no abierto a posibles novedades. Sigue el uso constituido. Se producen, sin embargo, modificaciones, mejoras, en virtud de un desplazamiento continuo y por lo mismo imperceptible; modificaciones, mejoras, que se presentan con el carácter no de innovaciones sustantivas, sino, más bien, como variaciones de estilo en las destrezas. Estos estilos de talo cual maestro se transmiten en forma de escuelas; por tanto, con el carácter formal de tradición.

3º. Otra razón hay, y decisiva, para que la idea de la técnica no se desprenda y aisle de la idea del hombre que la ejercita, y es que todavía el invento sólo ha llegado a producir instrumentos y no máquinas. Esta distinción es esencial. La primera máquina propiamente tal, y con ello anticipo el tercer estadio, es el telar de Robert creado en 1825. Es la primera máquina, porque es el primer instrumento que actúa por sí mismo y por sí mismo produce el objeto. Por eso se llamó self-actor, y de aquí selfactinas. La técnica deja de ser lo que hasta entonces había sido, manipulación, maniobra, y se convierte sensu stricto en fabricación. En la artesanía el utensilio o trebejo es sólo suplemento del hombre. Este, por tanto, el hombre con sus actos «naturales», sigue siendo el actor principal. En la máquina, en cambio, pasa el instrumento a primer plano y no es él quien ayuda al hombre, sino al revés: el hombre es quien simplemente ayuda y suplementa a la máquina. Por eso ella, al trabajar por sí y desprenderse del hombre, ha hecho a éste caer intuitivamente en la cuenta de que la técnica es una función aparte del hombre natural, muy independiente de éste y no aten ida a los límites de éste. Lo que un hombre con sus actividades fijas de animal puede hacer, lo sabemos de antemano; su horizonte es limitado. Pero lo que pueden hacer las máquinas que el hombre es capaz de inventar es, en principio, ilimitado.

4º. Pero aún queda un rasgo de la artesanía que contribuye profundamente a impedir la conciencia adecuada de la técnica y, como los rasgos anteriores, tapa el hecho técnico en su pureza. y es que toda técnica consiste en dos cosas: una, invención de un plan de actividades, de un método, procedimiento -mechané , decían los griegos-, y otra, ejecución de ese plan. Aquélla es en estricto sentido la técnica; ésta es sólo la operación y el obrar. En suma: hay el técnico y hay el obrero, que ejercen en la unidad de la faena técnica dos funciones muy distintas. Pues bien: el artesano es, a la par e indivisiblemente, el técnico y el obrero. y lo que más se ve de él es su maniobra y lo que menos su «técnica» propiamente tal. La disociación del artesano en sus dos ingredientes, la separación radical entre el obrero y el técnico, será uno de los síntomas principales del tercer estadio.

Ya hemos anticipado algunos de los caracteres del tercer estadio. Le hemos denominado «la técnica del técnico». El hombre adquiere la conciencia suficiente- mente clara de que posee una cierta capacidad por completo distinta de las rígidas, inmutables, que integran su porción natural o animal. Ve que la técnica no es un azar, como en el estadio primitivo, ni un cierto tipo dado y limitado de hombre -el artesano-; que la técnica no es esta técnica ni aquella determinadas y, por lo tanto, fijas, sino precisamente un hontanar de actividades humanas, en principio, ilimitadas.

Esta nueva conciencia de la técnica como tal coloca al hombre, por vez primera, en una situación radicalmente distinta de la que nunca experimentó; en cierto modo, antitética. Porque hasta ella había predominado en la idea que el hombre tenía de su vida, la conciencia de todo lo que no podía hacer, de lo que era incapaz de hacer; en suma, de su debilidad y de su limitación. Pero la idea que hoy tenemos de la técnica -reavive ahora cada uno de ustedes esa idea que tiene- nos coloca en la situación tragicómica -es decir, cómica, pero también trágica- el que cuando se nos ocurre la cosa más extravagante nos sorprendemos en azoramiento porque en nuestra última sinceridad no nos atrevemos a asegurar que esa extravagancia -el viaje a los astros, por ejemplo- es imposible de realizar. Tememos que, a lo mejor, en el momento de decir eso llegase un periódico y nos comunicara que, habiéndose logrado proporcionar a un proyectil una velocidad de salida superior a la fuerza de gravedad, se había colocado un objeto terrestre en las inmediaciones de la Luna. Es decir, que el hombre está hoy, en su fondo, azorado precisamente por la conciencia de su principal ilimitación. Y acaso ello contribuye a que no sepa ya quién es -porque al hallarse, en principio, capaz de ser todo lo imaginable, ya no sabe qué es lo que efectivamente es.

Y por si se me olvida o no tengo tiempo de decirlo, aun cuando pertenece a otro capítulo, aprovecho el conexo para hacer observar a ustedes que la técnica, al aparecer por un lado como capacidad, en principio ilimitada, hace que al hombre puesto a vivir de fe en la técnica y sólo en ella, se le vacíe la vida. Porque ser técnico y sólo técnico es poder serio todo y consecuente- mente no ser nada determinado. De puro llena de posibilidades, la técnica es mera forma hueca -como la lógica más formalista-, es incapaz de determinar el contenido de la vida. Por eso estos años en que vivimos, los más intensamente técnicos que ha habido en la historia humana, son de los más vacíos.

RELACION EN QUE EL HOMBRE Y SU TECNICA SE ENCUENTRAN HOY. EL TECNICISMO ANTIGUO


Hemos visto cómo el estadio de evolución técnica en que hoy nos hallamos se caracteriza: 1º. Por el fabuloso crecimiento de actos y resultados técnicos que integran la vida actual. Mientras en la Edad Media, en la época del artesano, la técnica y la naturalidad del hombre parecían compensarse, y la ecuación de condiciones en que la existencia se apoyaba le permitía beneficiarse ya del don humano para adaptar el mundo al hombre, pero sin que ello llevase a desnaturalizarle -hoy, los supuestos técnicos de la vida superan gravemente los naturales, de suerte tal que materialmente el hombre no puede vivir sin la técnica a que ha llegado. Esto no es una manera de decir, sino que significa una verdad literal. En uno de mis libros he destacado, como uno de los datos que el hombre contemporáneo debe mantener más vivaces. en su mente, el hecho siguiente: Europa, desde el siglo v hasta 1800 -por tanto, en trece siglos-, no consigue llegar a más de 180 millones de habitantes. Pues bien, de 1800 a la hora presente, por tanto, en poco más de un siglo, ha alcanzado la cifra de unos 500 millones de hombres sin contar los millones que ha centrifugado a la emigración. En un solo siglo ha crecido, pues, tres veces y media. Y es evidente que cualesquiera sean las causas adyacentes de tan prodigioso fenómeno -el hecho de que hoy puedan vivir bien tres veces y media más de hombres en el mismo espacio en que antes malvivían tres veces y media menos-, la causa inmediata y el supuesto menos eludible es la perfección de la técnica. Si ésta retrocediese súbitamente, cientos de millones de hombres dejarían de existir.

La proliferación sin par de la planta humana acontecida en ese siglo es probablemente el origen de no pocos conflictos actuales. Hecho tal sólo podía acontecer cuando el hombre había llegado a interponer entre la naturaleza y él una zona de pura creación técnica tan espesa y profunda que vino a constituir una sobrenaturaleza. El hombre de hoy -no me refiero al individuo, sino a la totalidad de los hombres- no puede elegir entre vivir en la naturaleza o beneficiarse de esa sobrenaturaleza. Está ya irremediablemente adscrito a ésta y colocado en ella como el hombre primitivo en su contorno natural. Y esto tiene un riesgo entre otros: como al abrir los ojos a la existencia se encuentra el hombre rodeado de una cantidad fabulosa de objetos y procedimientos creados por la técnica, que forman un primer paisaje artificial tan tupido que oculta la naturaleza primaria tras él, tenderá a creer que, como ésta, todo aquello está ahí por sí mismo: que el automóvil y la aspirina no son cosas que hay que fabricar, sino cosas, como la piedra o la planta, que son dadas al hombre sin previo esfuerzo de éste. Es decir, que puede llegar a perder la conciencia de la técnica y de las condiciones -por ejemplo, morales- en que ésta se produce, volviendo, como el primitivo, a no ver en ella sino dones naturales que se tienen desde luego y no reclaman esforzado sostenimiento. De suerte que la expansión prodigiosa de la técnica la hizo primero destacarse sobre el sobrio repertorio de nuestras actividades naturales y nos permitió adquirir plena conciencia de ella, pero luego, al seguir en fantástica progresión, su crecimiento amenaza con obnubilar esa conciencia.

2º. El otro rasgo que lleva al hombre a descubrir el carácter genuino de su propia técnica fue, dijimos, el tránsito del mero instrumento a la máquina, esto es, al aparato que actúa por sí mismo. La máquina deja en último término al hombre, al artesano. No es ya el utensilio que auxilia al hombre, sino al revés: el hombre queda reducido a auxiliar de la máquina. Una fábrica es hoy un artefacto independiente al que ayudan en algunos momentos unos pocos hombres, cuyo papel resulta modestísimo.

3º. Consecuencia de ello fue que el técnico y el obrero, unidos en el artesano, se separasen, y al quedar aislados se convirtiese el técnico como tal en la expresión pura, viviente, de la técnica como tal: en suma, el ingeniero.

Hoy está la técnica ante nuestros ojos, tal y como es, exenta, aparte y sin confundirse y ocultarse en lo que no es ella. Por eso se dedican concretamente a ella ciertos hombres, los técnicos. En la Edad Paleolítica o en la Edad Media, el inventar no podía constituir un oficio porque el hombre ignoraba su propio poder de invención. Hoy, por el contrario, el técnico se dedica, como a la actividad más normal y preestablecida, a la faena de inventar. Al revés que el primitivo, antes de inventar sabe que puede inventar; esto equivale a que antes de tener una técnica tiene la técnica. Hasta este punto y aun en este sentido casi material, es cierto lo que vengo sosteniendo: que las técnicas son sólo concreciones a posteriori de la función general técnica del hombre. El técnico no tiene que esperar los azares y someterse a cifras evanescentes de probabilidad, sino que, en principio, está seguro de llegar a descubrimientos. ¿Por qué?

Esto nos obliga a hablar algo del tecnicismo de la técnica.

Para algunos eso v sólo eso es la técnica. Y sin duda, no hay técnica sin tecnicismo, pero no es sólo eso. El tecnicismo es sólo el método intelectual que opera en la creación técnica. Sin él no hay técnica, pero con él solo tampoco la hay. Ya vimos que no basta poseer una facultad para que, sin más, la ejercitemos.

Yo hubiera deseado hablar largo y tendido sobre el tecnicismo de la técnica, así actual como pretérita. Es tal vez el tema que personalmente me interesa más. Pero hubiera sido un error, a mi juicio, hacer gravitar hacia él todo este curso. Ahora, en su agonía, tengo que reducir- me a dedicarle una brevísima consideración: brevísima, pero, según espero, suficientemente clara.

Es incuestionable que ni la técnica habría logrado tan fabulosa expansión en estos últimos siglos, ni al instrumento hubiera sucedido la máquina, ni, consecuente- mente, el técnico se habría separado del obrero si el tecnicismo no hubiese previamente sufrido una radical transformación.

En efecto, el tecnicismo moderno es completamente distinto del que ha actuado en todas las técnicas pretéritas. ¿Cómo expresar en pocas palabras la radical diferencia? Tal vez haciéndonos esta otra pregunta: el técnico del pasado, cuando lo era propiamente, es decir, cuando el invento no surgía por puro azar, sino que deliberada- mente era buscado, ¿qué es lo que hacía? Pongamos un ejemplo esquemático, por tanto, exagerado, aunque se trate de un hecho histórico y no imaginario. El arquitecto nilota necesitaba elevar los sillares de piedra a las partes más altas de la pirámide de Cheops. El técnico egipcio parte, como no puede menos, del resultado que se propone: elevar el sillar. Para ello busca medios. Para ello; es decir, busca medios para el resultado -que la piedra quede en lo alto- tomando en bloque ese resulta- do. Su mente está prisionera de la finalidad propuesta tal y como es propuesta en su integridad última y perfecta. Tenderá, pues, a no buscar como medios sino aquellos actos o procedimientos que, a ser posible, produzcan de un solo golpe, con una sola operación breve o prolongada, pero de tipo único, el resultado total. La unidad indiferenciada del fin, incita a buscar un método también único e indiferenciado. Esto lleva en los comienzos de la técnica a que el medio por el cual se hace la cosa se parezca mucho a la cosa misma que se hace. Así en la pirámide: para subir la pieza a lo alto se adosa a la pirámide tierra en forma de pirámide, con base más ancha y menor declive sobre el cual se arrastran hacia la cúspide los sillares. Como este principio de similitud -similia similibus- no es aplicable en muchos casos, el técnico se queda sin regla alguna, sin método para pasar mentalmente del fin propuesto al medio adecuado, y se dedica empíricamente a probar esto y lo otro y lo de más allá que vagamente se ofrezca como congruente al propósito. Dentro, pues, del círculo que se refiere a este propósito, recae en la misma actitud del «inventor primitivo».


EL TECNICISMO MODERNO -LOS RELOJES DE CARLOS V. -CIENCIA Y TALLER. -EL PRODIGIO DEL PRESENTE


El tecnicismo de la técnica moderna se diferencia radicalmente del que ha inspirado todas las anteriores. Surge en las mismas fechas que la ciencia fisica y es hijo de la misma matriz histórica. Hemos visto cómo hasta aquí el técnico, obseso por el resultado final que es el apetecido, no se siente libre ante él y busca medios que de un golpe y en totalidad consigan producirlo. El medio, he dicho, imita a su finalidad.

En el siglo XVI llega a madurez una nueva manera de funcionar las cabezas que se manifiesta a la par en la técnica y en la más pura teoría. Más aún, es característico de esta nueva manera de pensar que no pueda decirse dónde empieza, si en la solución de problemas prácticos o en la construcción de meras ideas. Vinci fue en ambos órdenes el precursor. Es hombre de taller, no sólo ni siquiera principalmente de taller de pintura, sino de taller mecánico. Se pasa la vida inventando «artificios».
En la carta donde solicita empleo de Ludovico Moro adelanta una larga lista de invenciones bélicas e hidráulicas. Lo mismo que en la época helenística los grandes poliorketés dieron ocasión a los grandes avances de la mecánica que terminan prodigiosamente en el prestigioso Arquímedes, en estas guerras de fines del siglo XV y comienzos del XVI se prepara el crecimiento decisivo del nuevo tecnicismo. Nota bene: unas y otras guerras eran guerras falsas, quiero decir, no eran guerras de pueblos, guerras férvidas, peleas de sentimientos enemigos, sino guerras de militares contra militares, guerras frígidas, guerras de cabeza y puño, no de víscera cordial. Por lo mismo, guerras... técnicas.

Ello es que hacia 1540 están de moda en el mundo las «mecánicas». Esta palabra, conste, no significa entonces la ciencia que hoy ha absorbido ese término y que aún no existía; significa las máquinas y el arte de ellas. Tal es el sentido que tiene todavía en 1600 para Galileo, padre de la ciencia mecánica. Todo el mundo quiere tener apara- tos, grandes y chicos, útiles o simplemente divertidos. Nuestro enorme Carlos, el Quinto, el de Mühlberg, cuando se retira a Yuste, en la más ilustre bajamar que registra la historia, se lleva en su formidable resaca hacia la nada sólo estos dos elementos del mundo que abandona: relojes y Juanelo Turriano. Este era un flamenco, verdadero mago de los inventos mecánicos, el que construye lo mismo el artificio para subir agua a Toledo -del que aún quedan restos- que un pájaro semoviente que vuela con sus alas de metal por el vasto vacío de la estancia donde Carlos, ausente de la vida, reposa.

Importa mucho subrayar este hecho de primer orden: que la maravilla máxima de la mente humana, la ciencia fisica, nace en la técnica. Galileo joven no está en la Universidad, sino en los arsenales de Venecia, entre grúas y cabrestantes. Allí se forma su mente.

El nuevo tecnicismo, en efecto, procede exactamente como va a proceder la nuova scienza. No va sin más de la imagen del resultado que se quiere obtener a la busca de medios que lo logren. No. Se detiene ante el propósito y opera sobre él. Lo analiza. Es decir, descompone el resultado total -que es el único primeramente desea- do- en los resultados parciales de que surge, en el proceso de su génesis. Por tanto, en sus «causas» o fenómenos ingredientes. Exactamente esto es lo que va a hacer en su ciencia Galileo, que fue a la par, como es sabido, un gigantesco «inventor». El aristotélico no descomponía el fenómeno natural, sino que a su conjunto le buscaba una causa también conjunta, a la modorra que produce la infusión de amapolas una virtus dormitiva. Galileo, cuando ve moverse un cuerpo, hace todo lo contrario: se pregunta de qué movimientos elementales y, por tanto, generales, se compone aquel movimiento concreto. Esto es el nuevo modo de operar con el intelecto: «análisis de la naturaleza» . Tal es la unión inicial -y de raíz- entre el nuevo tecnicismo y la ciencia. Unión, como se ve, nada externa, sino de idéntico método intelectual. Esto da a la técnica moderna independencia y plena seguridad en sí misma. No es una inspiración como mágica ni puro azar, sino «método», camino preestablecido, firme, consciente de sus fundamentos. jGran lección! Conviene que el intelectual maneje las cosas, que esté cerca de ellas; de las cosas materiales si es fisico, de las cosas humanas si es historiador. Si los historiadores alemanes del siglo XIX hubiesen sido más hombres políticos, o siquiera más «hombres de mundo», acaso la historia fuese hoy ya una ciencia y junto a ella existiese una técnica realmente eficaz para actuar sobre los grandes fenómenos colectivos, ante los cuales, sea dicho con vergüenza, el actual hombre se encuentra como el paleolítico ante el rayo. El llamado «espíritu» es una potencia demasiado etérea que se pierde en el laberinto de sí misma, de sus propias infinitas posibilidades. ¡Es demasiado fácil pensar! La mente en su vuelo apenas si encuentra resistencia. Por eso es tan importante para el intelectual palpar objetos materiales y aprender en su trato con ellos una disciplina de contención. Los cuerpos han sido los maestros del espíritu, como el centauro Quirón fue el maestro de los griegos. Sin las cosas que se ven y se tocan, el presuntuoso «espíritu» no sería más que demencia. El cuerpo es el gendarme y el pedagogo del espíritu.

De aquí la ejemplaridad del pensamiento fisico frente a todos los demás usos intelectuales. La física, como ha notado Nicolai Hartmann, debe su sin par virtud a ser, hasta ahora, la única ciencia donde la verdad se establece mediante el acuerdo de dos instancias independientes que no se dejan sobornar la una por la otra. El puro pensar a priori de la mecánica racional y el puro mirar las cosas con los ojos de la cara: análisis y experimento.

Todos los creadores de la nueva ciencia se dieron cuenta de su consustancialidad con la técnica. Lo mismo Bacon que Galileo, Gilbert que Descartes, Huygens que Hooke o Newton.

De entonces acá el desarrollo -en sólo tres siglos- ha sido fabuloso: lo mismo el de la teoría que el de la técnica. Véanse, en el librito de Allen Raymond ¿Qué es la tecnocracia?, algunos datos sobre lo que hoy puede hacer aquel tecnicismo. Por ejemplo:

«El motor humano, en una jornada de ocho horas, es capaz de rendir trabajo, aproximadamente, en la proporción de un décimo de caballo. Hoy día poseemos máquinas que trabajan con 300.000 caballos de potencia, capaces de funcionar durante veinticuatro horas del día y por mucho tiempo.

»La primera máquina de conversión de energía distinta del mecanismo humano fue la tosca máquina de vapor atmosférico de Newcomen, en 1712. La primera máquina de esa marca desarrolla 5,5 caballos de fuerza, calculada por la cantidad de agua que eleva en un tiempo determinado. Esta máquina alcanzó su máximo tamaño hacia 1780, con gigantescos cilindros y 16 a 20 recorridos de émbolo por minuto. Tenía una potencia de 50 caballos, o sea, 500 veces la del motor humano. Pero la eficiencia de la máquina Newcomen era sólo un décimo de la máquina humana y requería 15,8 libras de carbón por caballo. Tenía otros defectos, tanto en energía como en la parte mecánica, que impidieron su adopción general.

»La introducción de la turbina trajo un nuevo tipo de conversión de energía. Mientras las primeras turbinas construidas poseían menos de 700 caballos y la primera turbina que se instaló en una estación central era de 5.000 caballos, las turbinas modernas llegan a alcanzar 300.000 caballos, o sea, 3.000.000 de veces el rendimiento de un ser humano en jornada de ocho horas. Calculada sobre la base de veinticuatro horas de funcionamiento, la turbina tiene nueve millones de veces el rendimiento del cuerpo humano.

»La primera turbina montada en una estación central consumía 6,88 libras de carbón por kW /hora en 1903.

»Ha habido un descenso de consumo de carbón de 6,88 libras a 0,84 libras en un período de treinta años lo que indica la variación del rendimiento al efectuar el trabajo humano por medio de las máquinas.

»El rendimiento máximo de la civilización en el antiguo Egipto nunca excedió de 150.000 caballos en jornada de ocho horas, suponiéndose 3.000.000 de habitantes. Grecia, Roma, los pequeños Estados e Imperios de la Edad Media y las naciones modernas tuvieron el mismo índice de rendimiento hasta la época de Jaime Watt. Cambios cada vez más rápidos ocurrieron desde entonces. El progreso social, desconocido hasta ahora, avanzó lentamente al principio, después dio una carrera, tomó vuelo y avanzó con la rapidez de un cohete. Serie tras serie de desarrollos técnicos han barrido los procesos industriales de cada década, desde 1800, para dejarlos reducidos a métodos anticuados del pasado.

»La primera máquina, la de Newcomen, no sobrevivió a su siglo. El segundo cambio en la conversión de energía, la máquina de Watt, no sobrevivió un siglo para ser reemplazada por una nueva máquina de mayor rendimiento. De los 9.000.000 de veces por los que hemos multiplicado la energía del cuerpo humano para obtener las unidades modernas de energía mecánica alcanzadas, un aumento de 8.766.000 veces ha ocurrido en los últimos veinticinco años.

»Sobre disminución de horas de trabajo humano desde 1840, notemos que, en acero, el grado de disminución ha sido la inversa de la cuarta potencia del tiempo; en automóviles, aún mayor; en producción de lingotes de hierro, una hora de trabajo humano consigue hoy día lo que seiscientas horas del mismo trabajo hace cien años. En agricultura, sólo 1/3.000 de horas de trabajo humano por unidad de producto se necesitan comparadas con 1840. En la fabricación de lámparas incandescentes, una hora de trabajo humano realiza tanto como nueve mil horas del mismo trabajo en 1914.

»El grado de disminución en horas de trabajo humano por unidad de producción, tomadas en conjunto, es, pues, aproximadamente 1/3.000.

»Los fabricantes de ladrillos, durante más de cinco mil años, nunca lograron, por término medio, más de 450 ladrillos por día y por individuo, en jornada de más de diez horas. Una fábrica moderna de fabricación continua de ladrillos producirá 400.000 ladrillos por día y por hombre».

No respondo de la exactitud de estas cifras. Los «tecnócratas» de quienes proceden son demagogos y, por tanto, gente sin exactitud, poco escrupulosa y atropella- da. Pero lo que tenga ese cuadro numérico de caricatura y exageración no hace sino poner de manifiesto un fondo verdadero e incuestionable: la casi ilimitación de posibilidades en la técnica material contemporánea.

Pero la vida humana no es sólo lucha con la materia, sino también lucha del hombre con su alma. ¿Qué cuadro puede Euramérica oponer a ese, como repertorio de técnicas del alma? ¿No ha sido, en este orden, muy superior el Asia profunda?

Desde hace años sueño con un posible curso en que se muestren frente a frente las técnicas de Occidente y las técnicas del Asia.


 

sábado, 4 de junio de 2011

LA HISTORIA DE LA TECNOLOGÍA, CARLO M. CIPOLLA

1. EL DESARROLLO TECNOLÓGICO: 1000-1700

Es casi un lugar común en la historia de la tecnología la afirmación de que, tras una serie de innovaciones revolucionarias a partir de 2500 antes de Cristo aproximadamente, se produjo en el mundo occidental una fase de largo y secular estancamiento.

Pero en torno al 2500 a. de C. el desarrollo tecnológico llegó prácticamente a un punto de estancamiento, y en el curso de los tres milenios siguientes hubo relativamente poco progreso posterior. La metalurgia del hierro desarrollada en torno al 1400 a. de C. fue de notable importancia. Los griegos innovaron algo en la aplicación de la energía animal… Algún otro mecanismo, como engranajes, tornillos y levas datan de la edad clásica. Pero en conjunto, cuando se los compara con la revolución que los precedió, estos tres milenios entre el 2500 a. de C. y el 500 d. de C. representan un período de estancamiento tecnológico. (Lilley, Technological Progress)

El mundo griego y sobre todo el mundo romano, aunque fueron altamente creativos en otros campos de la actividad humana, permanecieron, según este enfoque, extrañamente inertes en el terreno tecnológico. (Finley, Technical Innovation; Kiechle, Probleme der Stagnation; y Pleket, Technology and Society) De Roma se citan constantemente el clásico ejemplo del molino de agua y la anécdota verdadera o falsa de Vespasiano. El molino de agua era conocido por los romanos, pero éstos construyeron relativamente pocos y siguieron utilizando ampliamente molinos movidos mediante energía humana o animal. (Moritz, Grain-mills) De Vespasiano se cuenta que, cuando un ingeniero de la época le ofreció los planos de máquinas que habrían permitido ahorrar la utilización de trabajo humano en ciertas construcciones, el emperador, aunque premió al inventor, se negó a mandar construir las máquinas “para permitir a la plebicula saciar su hambre”. (Suetonio, Vida de Vespasiano. Cap. XVIII)

Partiendo de observaciones de este tipo, los historiadores se han dedicado a indagar las posibles razones de este “fracaso” del mundo clásico, y hay quien ha querido identificar la causa principal en la abundancia de mano de obra, quien ha querido ver sus supuestos en el tipo de cultura y de intereses predominantes en la sociedad, quien en ambas cosas a la par. Quizá el “fracaso” tecnológico romano se exagera un poco, porque se tiende a identificar de forma simplista la tecnología con la mecánica. Hechos como la organización político-administrativa, la organización militar, las construcciones de calzadas y arquitectónicas y también hechos artísticos como los frescos, tuvieron un contenido de innovación tecnológica.
Sin embargo, sigue siendo cierto que a partir de los siglos de la Alta Edad Media se inició un período en el que las innovaciones tecnológicas se sucedieron con un ritmo cada vez más intenso, con una acentuación apenas advertida al principio, pero luego progresivamente cada vez más marcada sobre lo mecánico, hasta el punto de que en el siglo XVII la propia filosofía y la concepción del universo en Europa resultaron dominadas por un punto de vista puramente mecánico, y se asistió a la que Dijksterhuis ha llamado “la mecanización de la concepción del Universo”.
Un inventario esquemático de los mayores progresos tecnológicos en Occidente desde el siglo VI al XI debe incluir:

Siglo VI: a) Difusión del molino de agua
Siglo VII: b) Difusión en el norte de Europa del arado pesado
Siglo VIII: c) Difusión de la rotación trienal
Siglo IX: d) Difusión del uso de la herradura
e) Difusión del uso del collar de tiro para caballos
f) Difusión del enganche en fila india de los animales de tiro


A este propósito conviene hacer por lo menos tres observaciones:

a) Las innovaciones antes citadas no fueron “inventos” propiamente dichos. Los romanos conocían ya el molino de agua. El arado pesado parece de origen eslavo; (White, Expansion of Technology). La costumbre de herrar los caballos ya era conocida al parecer por los celtas antes de la conquista de Roma; (Leighton, Transport and Communication). El collar de tiro para los caballos se originó en la lejana China; (Needham, Science and Civilization). Lo que los europeos demostraron en los siglos VI al X no fue tanto capacidad inventiva como una notable capacidad de asimilación. Supieron coger las buenas ideas allá donde las encontraron, y las aplicaron a la actividad productiva. Quizá influyó en esta actitud la mentalidad virgen de las poblaciones bárbaras. El propio orgullo que indujo a los romanos a llamar bárbaros a todos los que no formaban parte del imperio hizo que el mundo romano fuera escasamente receptivo a estímulos externos. Y lo mismo ocurrió con el imperio chino. Cuando las poblaciones germánicas se establecieron en las tierras del imperio de Occidente, su actitud mental fue, en cambio, de plena receptividad.

b) Todas las innovaciones antes mencionadas se referían sustancialmente a la actividad agrícola. No es sorprendente, puesto que la economía era casi exclusivamente agrícola. Combinándose entre sí, las distintas innovaciones se potenciaron recíprocamente. Como escribió el profesor Lynn White Jr.:

El arado pesado, los campos abiertos, la integración de la agricultura con la cría de ganado, la rotación trienal, el nuevo collar de tiro para caballos, la herradura, se combinaron en un sistema de producción agrícola tal que en torno a 1100 estaba ya en condiciones de crear una extensa área de prosperidad agrícola desde el Atlántico al Dniéper. (White, Expansion of Technology)

c) Algunas de las innovaciones en cuestión permitieron un aprovechamiento energético del caballo mucho más eficaz. Simultáneamente –y ambas cosas estuvieron evidentemente enlazadas- se incrementó de forma notable en toda Europa la cría de caballos y se trató incluso de mejorar las razas, importando caballos de los países árabes.

En efecto, el buey fue crecientemente sustituido por el caballo. A partir de 1160 abundan las referencias a los trabajos de labranza con caballos en Picardía (Francia), mientras que las alusiones al arado tirado por bueyes desaparecen casi por completo de los documentos picardos a comienzos del siglo XIII. En una finca propiedad de la abadía de Ramsey (Inglaterra) el número de bueyes se redujo a la mitad, y el de caballos de tiro se cuadruplicó entre 1125 y 1160. “El caballo cuesta más que el buey”, escribió Walter de Henley en su tratado de labranza práctica del siglo XIII. Pero el caballo es más fuerte y más rápido que el buey, y puede hacer más trabajo que éste antes de cansarse, y en menos tiempo. En esencia, la sustitución del buey por el caballo significó recurrir a una forma de capital más cara, pero más eficiente. La historia del caballo tuvo su paralelo en la del hierro. La cantidad de hierro usada en el utillaje agrícola parece haber sido extremadamente limitada antes del siglo XI. Con el siglo XII, los aperos de hierro, más caros, pero más eficientes, aparecen con creciente frecuencia en los documentos. En aquella área de barbarie que era la Europa occidental de la época, las innovaciones técnicas en el trabajo del hierro y en la cría de caballos se promovieron inicialmente pensando también en una mayor eficacia bélica. En el curso del siglo XII, el uso del caballo y el del hierro pasó de las residencias caballerescas al campesinado. Justamente durante el siglo XII el arado fue mejorado, por lo menos en las zonas de más floreciente agricultura. Se añadieron piezas de hierro a la madera con que estaba totalmente construido en la época carolingia, reforzando así la acción de sus puntos de contacto con la tierra. La adopción de tipos de capital más eficiente permitió sustanciales aumentos de productividad. A su vez, los progresos en la productividad hicieron posible la adopción de formas de capital más costosas, pero más eficientes. Paralelamente, hubo un desarrollo de “capital humano” en forma de técnicos adecuados para las nuevas tecnologías. La difusión del herrero del pueblo ha sido estudiada en Picardia. No se encuentra el menor rastro de él antes de comienzos del siglo XII. Después, treinta herreros aparecen aquí y allá en las fuentes entre 1125 y 1180. A finales del siglo XII hay herreros en diez de los treinta pueblos pertenecientes al priorato de Hesdin.
Uno de los hechos más importantes en la Edad Media europea fue la difusión del molino de agua. Este ingenio ya era conocido por los romanos, aunque hicieron un uso muy limitado del mismo. La difusión del molino de agua en Europa tuvo lugar entre los siglos VI y VII, cuando los señores feudales, laicos o eclesiásticos, mandaron construir uno tras otro en sus posesiones sus propios molinos de agua. Obligaron a sus siervos a usar el molino del señor para la molienda del grano y les prohibieron que molieran el grano en casa como habían hecho siempre. En otras palabras, los señores feudales de la época establecieron en beneficio propio el monopolio de la moliendo del grano, que vino a aumentar su renta, mientras que simultáneamente aumentaba la carga fiscal de los siervos. La operación demostró ser excepcionalmente rentable y todos los rincones de Europa vieron florecer como setas los molinos de agua.
Hasta el siglo X en Occidente el molino de agua se utilizó casi exclusivamente para moler trigo. En la remota China, en cambio, las más antiguas noticias sobre los molinos nos los muestran empleados en la elaboración de los metales. La diferencia no es casual. Occidente era predominantemente agrícola, y comparado con la China de la época era un área deprimida y subdesarrollada. Pero a medida que en Europa fueron desarrollándose ciudades y manufacturas, los molinos de agua no sólo se multiplicaron, sino que se adaptaron cada vez más a las más diversas producciones. Quizá ya en torno a 822, y desde luego en 861, había en Picardía molinos de agua usados para preparar la malta necesaria para la fabricación de la cerveza. La adaptación del molino para este tipo de elaboración implicaba la introducción de nuevos mecanismos, en especial de una serie de martillos verticales activados por ruedas dentadas e insertados en uno de los ejes del molino.

Entre 960 y 1060 se empezaron a utilizar molinos de agua para abatanar los paños en Penne, Verona, Parma, Milán y Florencia. A finales del siglo XI el uso del molino de agua en el batanado del paño había llegado a Grenoble y Lérins y pronto se difundió por el resto de Francia, por Inglaterra y Alemania. La adopción del nuevo proceso revolucionó la industria textil de la época, hasta el punto de que la profesora Carus-Wilson, al describir ese desarrollo en Inglaterra, tituló su ya clásico artículo Una Revolución industrial en el siglo XIII. (Carus-Wilson, An Industrial Revolution). La industria textil inglesa, que hasta entonces había estado concentrada fundamentalmente en las zonas surorientales del país, se desplazó a las zonas noroccidentales, donde la existencia de cursos de agua adecuados hacía posible la construcción de molinos.
En la segunda mitad del siglo XII, la fuerza motriz derivada de la energía hidráulica se aplicó, mediante la adopción de nuevos mecanismos, a las más diversas elaboraciones. El empleo de molinos de agua en la fabricación del hierro está atestiguado en Estiria en 1135, en Normandía en 1204, en el sur de Suecia en 1124, en Moravia en 1269. En 1204, en Normandía, un molino accionaba sierras para madera. Se empleaban molinos en la elaboración del papel en Fabriano en 1276, en Troyes en 1338 y en Nuremberg en 1390.
El molino de viento se originó quizá en Persia en el siglo VII después de Cristo. En Europa apareció hacia finales del siglo XI. Según una antigua tradición, imposible de confirmar, la idea de la nueva máquina fue traída a Europa por los cruzados que regresaban de su aventura. Sin embargo, el molino europeo fue desde el principio muy distinto del molino persa. Mientras que el molino oriental tenía las alas montadas sobre un eje vertical, el molino europeo tuvo siempre la estructura que todos conocemos, con las alas montadas sobre un eje horizontal. Como en el caso del molino de agua, inicialmente los molinos de viento se construyeron para moler cereales, pero con el paso del tiempo la energía mecánica producida por ellos se aplicó crecientemente a las más diversas elaboraciones. En el siglo XVI, en Amsterdam, había molinos de viento para hilar seda, estampar cintas, abatanar paños, batir el cuero, prensar aceitunas, producir pólvora, fabricar papel y para varias producciones y elaboraciones metalúrgicas.

La extensión del uso de los molinos a procesos productivos del sector manufacturero fue un aspecto de un fenómeno más amplio, el de la adopción de toda una serie de destacadas innovaciones en actividades no agrícolas.
Citaré a continuación sólo las innovaciones más importantes. Hacia mediados del siglo XI apareció en Flandes y quizá en Champaña el telar vertical. El siglo XII vio la adopción de la brújula. Entre finales del siglo XII y mediados del XIII la navegación mediterránea se vio revolucionada por toda una serie de innovaciones tecnológicas interrelacionadas, que incluyeron:

a) el perfeccionamiento de la brújula giroscópica;
b) la adopción de la clepsidra para medir el movimiento de la nave;
c) la redacción de cartas náuticas (portulanos) con las correspondientes instrucciones;
d) la preparación de tablas trigonométricas para la navegación (tavolate di marteloio);
e) la adopción del timón de popa sobre la línea central de la nave.

Estas innovaciones hicieron posible la navegación instrumental o matemática, lo cual a su vez hizo posible una mayor utilización del capital barcos. F.C. Lane ha demostrado que en el curso del siglo XIII el período invernal de inactividad de los barcos se fue acortando progresivamente, y que en el último cuarto del siglo un barco conseguía hacer en un año dos viajes de ida y vuelta por el Mediterráneo, navegando también en invierno. (Lane, The Economic Meaning of the Invention of the Compass; Taylor, Mathematics and the Navigator).

En el siglo XIII aparece la rueda para hilar (devanadera) y en 1306 fray Giordano de Pisa, en un sermón leído en Santa María Novella en Florencia, recordaba que unos veinte años antes se habían inventado los anteojos. (Narducci, Tre prediche). En el siglo de Dante la gente debía de tener la sensación de vivir en un mundo rico en innovaciones tecnológicas. Teodorico, obispo de Bitonto, escribía en 1267 a propósito de instrumentos quirúrquicos que “quotidie instrumentum novum et modus novus, sollertia et ingenio medici invenitur”. Y fray Giordano de Pisa en su sermón afirmaba que “cada día se descubre un nuevo arte”.
El progreso no se detuvo ahí. A comienzos del siglo XIV aparecieron los primeros relojes y las primeras armas de fuego. El siglo XIV vio la invención de las esclusas para canales. En el curso del XV se desarrolló el barco de vela oceánico. Este tipo de barco combinaba lo mejor de la tradición marinera mediterránea y de la nórdica. El casco era del tipo de la carabela, pero la gran innovación consistió en el desarrollo del velamen en tres mástiles, con la combinación de la vela cuadrada nórdica con la vela latina (triangular). Dicha combinación fue perfeccionándose poco a poco, y las grandes velas cuadradas de las carracas fueron sustituidas por grupos de velas atadas a las distintas vergas. Todo esto permitió una utilización más eficaz de la energía eólica para el movimiento de la nave; para comprender la importancia de este hecho hay que considerarlo sobre el fondo de la crónica deficiencia de energía que sufrieron durante siglos las sociedades preindustriales. Como consecuencias económicas inmediatas se dieron un incremento del arqueo medio de los barcos, una mayor rapidez de los transportes y una disminución de los costes relativos.
Mientras se realizaban estos progresos en el sector de las construcciones navales, progresos correspondientes aparecían en el terreno de las técnicas de navegación en mar abierto. Ya en 1434 los portugueses, que habían conseguido doblar el formidable y temido cabo Bojador, en la costa occidental de África, habían desarrollado un conocimiento sistemático del régimen de vientos en el Atlántico. Antes de 1480 aprendieron a calcular la latitud convirtiendo, con ayuda de tablas de declinación, las alturas del sol o de la Estrella Polar sobre el horizonte. El cuadrante para medir la latitud debe de haber comenzado a usarse hacia 1450, y en 1480 se usaba ya el astrolabio. Tales innovaciones hicieron posible la expansión oceánica de Europa, que mudó el curso de la historia.
Otra innovación tecnológica de incalculable alcance fue la de la imprenta. La costumbre de imprimir dibujos o caracteres mediante bloques de madera debidamente grabados se remonta muy atrás en el tiempo, y el libro más antiguo impreso que conservamos es de la época del emperador Hsuan Tsung (siglo IX). Sin embargo, en el siglo XV se encontró, en Occidente, la manera de componer textos a imprenta mediante el uso de caracteres móviles en lugar de bloques. In principio creavit Deus coelum et terram: éstas son las primeras palabras del primer libro impreso con caracteres metálicos móviles, la Biblia publicada por Gutemberg en Maguncia en 1445. Antes de este acontecimiento los libros eran una mercancía tan cara que poca gente podía permitirse el lujo de poseerlos. En España, en torno al 800, un libro, evidentemente manuscrito, costaba más o menos lo que dos vacas. En Lombardía, entre finales del siglo XIV y finales del XV, un libro corriente de medicina costaba por término medio igual que mantener a una persona durante tres meses, y un libro de leyes costaba como mantener a una persona unos dieciséis meses. (Cipolla, Moneta e civilità mediterranea). Mientras los libros fueron tan caros, hubo pocas esperanzas de difundir la instrucción y la cultura en amplia escala. El invento de Gutemberg abrió una era. Al igual que el barco de vela desarrollado en el siglo XV abrió a los europeos nuevos horizontes geográficos, la invención de la imprenta de caracteres móviles abrió a los europeos nuevos horizontes y oportunidades en el terreno de la instrucción y de la cultura.
Como ya se ha observado para el período anterior, muchas de las innovaciones ocurridas en Europa después del siglo XI fueron adaptaciones de ideas desarrolladas en otros lugares. El molino de viento fue inventado quizá en Persia hacia el siglo VII, y la idea de este molino quizá fue traída a Europa por los cruzados. La devanadera apareció en China en el siglo XI, casi un siglo antes que en Europa. La brújula la recibieron los europeos de los árabes. La pólvora fue con toda probabilidad un invento chino.
Europa continua demostrando una extraordinaria capacidad receptiva, y la curiosidad entusiasta de un Marco Polo es indicativa de una mentalidad sumamente abierta. Pero eso no fue todo. A partir del siglo XI Europa occidental desarrolló una originalidad inventiva que se tradujo en un rápido aumento de ideas nuevas. Los anteojos, el reloj mecánico, la artillería, los nuevos tipos de barcos de vela y las nuevas técnicas de navegación, la imprenta con caracteres móviles, con otras mil innovaciones grandes y pequeñas, fueron el producto original de la curiosidad experimental y de la imaginación europea. Hay que observar también que cuando la Europa de la época asimiló ideas nuevas venidas de fuera, no lo hizo de forma puramente pasiva, sino que a menudo puso en práctica las ideas y las adaptó a la situación local con claros elementos de originalidad. El molino de viento que se difundió en Europa fue del tipo que hoy conocemos, con grandes palas y eje horizontal: una máquina mucho más eficaz que la ideada originariamente por los persas. La pólvora fue inventada por los chinos, que la usaron sobre todo para fuegos artificiales. La adopción de la pólvora por los europeos fue acompañada por la fabricación de armas de fuego, cuyos tipos se fueron perfeccionando rápidamente, hasta el punto de que cuando a comienzos del siglo XVI llegaron a China los primeros europeos a bordo de sus galeones, los chinos se quedaron asombrados y aterrorizados con las armas occidentales. El papel fue inventado en China y se difundió por el imperio islámico en el curso del siglo VIII. Los bizantinos, típicamente cerrados y conservadores, nunca aprendieron a fabricar papel. Los europeos aprendieron esta técnica en el curso del siglo XIII. La aparición de las primeras papeleras en Fabriano y en Játiva representa el trasplante a Europa de una idea nacida en otros lugares. Pero mientras que la producción de papel fuera de Europa permaneció siempre en un nivel de producción manual, es típico el hecho de que en Occidente la preparación de la pasta se realizara con maquinaria movida por molinos de agua.
En efecto, uno de los caracteres de originalidad del desarrollo tecnológico de Occidente fue el creciente interés por el aspecto mecánico. Es difícil captar la razón última de este hecho. Puede discutirse si la escasez de mano de obra provocada por las continuas pestes favoreció o no esta tendencia, pero sería absurdo reducir un fenómeno de naturaleza sumamente compleja a un determinismo tan simplista.
El caso del reloj mecánico es particularmente significativo (y no olvidemos que el reloj fue la primera máquina de precisión producida por Occidente).
El hombre aprendió pronto a medir el tiempo, y los instrumentos tradicionales usados para este fin fueron los relojes de sol y de arena y las clepsidras. Ocasionalmente se usaban también barras de material combustible (incienso o cera) debidamente graduadas, que al quemarse marcaban el paso del tiempo. La Europa de la Alta Edad Media heredó estos métodos y no les añadió otros.
Pero al menos a partir del siglo XIII hubo gente en Europa que se rompió la cabeza para encontrar una solución mecánica al problema. En 1271 Roberto Anglico escribía sobre estos proyectos, aunque admitiendo que aún no se había encontrado la solución. Pocos decenios después, sin embargo, relojes mecánicos daban las horas en los campanarios de las iglesias de San Eustorgio y San Gotardo en Milán, y en la catedral de Beauvais. A mediados del siglo XIV el médico Giovanni de Dondi, llamado luego maestro Giovanni del Reloj, produjo una obra maestra de la mecánica que marcaba automáticamente no sólo las horas, sino también los días, los meses, los años y las revoluciones de los planetas.
La solución mecánica para el problema de la medida del tiempo fue encontrada con toda probabilidad en el norte de Italia. Muchos han afirmado que el reloj mecánico se descubrió y se difundió rápidamente por el resto de Europa porque con el clima de la Europa continental el agua se helaba en las clepsidras durante los inviernos y las nubes inutilizaban con frecuencia los relojes de sol. Una explicación de este estilo ofrece un enésimo ejemplo de determinismo muy simplista y poco inteligente. Los primeros relojes marcaban el tiempo tan imperfectamente que debían ser corregidos de continuo, y la corrección la hacían adecuados “gobernadores de relojes”, los cuales adelantaban o retrasaban la aguja de la hora (la aguja de los minutos no apareció hasta mucho después) justamente sobre la base de relojes de sol y de clepsidras. Es evidente, pues, que resulta absurdo hablar de los primeros relojes mecánicos como sustitutos más eficaces de clepsidras y relojes de sol.
El “porqué” los europeos produjeron el reloj mecánico es un “porqué” mucho más sutil. Hace pocos años, P.G. Walker escribió:

La razón de que la máquina se originase en Europa ha de buscarse en términos humanos. Antes de que los hombres pudieran desarrollar y aplicar la máquina como fenómeno social era preciso que los mismos hombres se volvieran mecánicos. (Walker, The Origins)

Los hombres del siglo XIII pensaron en medir el tiempo en términos mecánicos porque habían empezado a desarrollar una mentalidad mecánica, de la que son eficaces testimonios los complicados molinos y los carillones de las baterías de campanas en los campanarios de la época. Los relojes se difundieron pronto por toda Europa, pero la producción no se limitó a esferas, agujas y motores. En las torres municipales de Basilea o de Bolonia, en los campanarios o en el interior de las iglesias como en Estrasburgo o en Lund, se construyeron complicadísimos relojes, en los que la indicación de la hora era un hecho casi accidental, que iba acompañado por revoluciones de astros, movimientos y piruetas de ángeles, santos, vírgenes, magos y otros personajes. Estas maquinarias testimonian a placer una afición irrefrenable a la mecánica. Esta afición alcanzó formas exacerbadas en el curso del Renacimiento, y encontramos su más clara expresión en los diseños de Leonardo. Mientras que los artistas del lejano Oriente se complacían pintando flores, peces y caballos, los artistas del lejano Occidente estaban fascinados por la máquina y los libros de mecánica se multiplicaron en el curso de los siglos XVI y XVII.
Si en el siglo XVII, en la época de la Revolución científica, la rama avanzada del saber fue la mecánica, si la propia característica de la Revolución científica fue, como se ha dicho, la “mecanización de la concepción del mundo”, todo ello no fue algo aberrante y nuevo: fue la lógica y última consecuencia de una actitud mental que maduró en los siglos anteriores.
Un elemento característico de la mentalidad medieval fue el abandono del “animismo” que había caracterizado el concepto de la naturaleza que nutrió a los clásicos y a la mayoría de las demás culturas en todos los rincones del mundo. El tema dominante en la concepción del mundo grecorromana y oriental es el de una armonía entre el hombre y naturaleza –una relación que presuponía, empero, en la naturaleza fuerzas inviolables a las que el hombre debía fatalmente someterse-. Los mitos de Dédalo, Prometeo y la Torre de Babel indicaban el destino de quienes intentaran invertir la relación hombre-naturaleza, pretendiendo asentar el predominio del hombre, y es muy significativa la respuesta del oráculo de Delfos a los habitantes de Cnido, que le preguntaban su parecer sobre la oportunidad de excavar un canal que cortara el istmo de su península: “Zeus habría hecho una isla en vez de una península si ése hubiera sido su deseo”. (Verdenius, Science grecque).
El mundo medieval rompió misteriosamente esta tradición. (White, What Accelerated Technological Progress). Los europeos de la Edad Media, técnicamente demasiado atrasados para dominar de hecho la naturaleza en grado apreciable, se refugiaron en el mundo de los sueños. El culto de los santos sustituyó al “animismo” de los antiguos y de los orientales. Los santos no eran ni demonios ni espíritus extraños: eran hombres –hombres en gracia de Dios, pero hombres de todos modos- cuyas facciones todos veían en los pórticos y en el interior de las iglesias; rostros de todos los días, rostros que la gente encontraba continuamente entre sus semejantes. Estos “santos” no adoptaban el inmovilismo hierático de los santones orientales, no se divertían, como los dioses griegos, castigando a los hombres por su audacia. Al contrario, se ajetreaban de continuo para dominar las fuerzas adversas de la naturaleza y vencían las enfermedades, calmaban los mares tempestuosos, salvaban las cosechas de las tormentas y de las langostas, suavizaban la caída de quien se precipitaba por un barranco, atajaban los incendios, sacaban a flote a los náufragos, dirigían naves que peligraban entre los escollos. Éstos eran los sueños del hombre medieval. Dominar la naturaleza no era pecado. Era milagro. Y creer en los milagros es el primer paso para hacerlos posibles. Inexorablemente, inadvertidamente, el hombre medieval se movió en la dirección de conseguir que aquellos milagros estuvieran menos en función de los santos y más en función de la propia acción.
A siglos de distancia, los trágicos problemas de la contaminación y de la superpoblación vuelven a plantearnos los temas de Dédalo, de Prometeo o de la Torre de Babel. En un futuro bastante próximo quizá el hombre tenga que firmar un armisticio con la naturaleza, o si no podría sufrir dramáticas derrotas. Pero no cabe duda de que en el curso de los siglos que van del XI al XX Europa occidental no hizo más que soñar milagros para después hacerlos posibles.
Las “explicaciones” fáciles de complejos fenómenos históricos fascinan a la gente, justamente porque son fáciles y, por tanto, “cómodas”. La “explicación” es la mayoría de las veces inalcanzable, mientras que la “problemática” sigue siendo a menudo lo único válido.
Sería cómodo decir que el mundo grecorromano no se desarrolló tecnológicamente porque tenía abundancia de esclavos, mientras que la Europa medieval y del Renacimiento produjo un notable desarrollo tecnológico como reacción a la escasez de trabajo provocada por las epidemias. Pero los factores en juego fueron ciertamente mucho más complejos y numerosos. Lo dicho, aunque sea brevemente, en los párrafos anteriores sobre actitudes mentales y aspiraciones puede servir para poner en guardia contra las “explicaciones” fáciles, pero tiene la pretensión de proponer soluciones alternativas. La “actitud receptiva” de Europa, la sustitución del animismo natural por el culto de los santos y la fe en el milagro, la aparición y la difusión de una mentalidad mecanicista, estas y otras cosas por el estilo no son “explicaciones”, sino temas de una más vasta e intrincada “problemática”.
En las páginas precedentes se han mencionado sobre todo las innovaciones tecnológicas más destacadas. Es casi inevitable que en la historia de la tecnología se termine centrando la atención en las etapas dramáticas y en los hechos clamorosos. Pero el progreso tecnológico de la Edad Media y del Renacimiento no consistió tanto en grandes novedades resonantes como en continuas y humildes mejoras y en sucesivos perfeccionamientos, fruto de una práctica artesanal que, aunque admirable, jamás fue docta ni sistemática. Incluso lo que a nosotros nos parecen ex post grandes innovaciones, nunca fueron en general resultado de investigaciones teóricas y sistemáticas de los científicos. Cuanto se realizó, dramático o humilde, fue siempre el resultado acumulativo de un cotidiano progreso de pequeña experimentación, obra de un gran número de artesanos de los que en su mayoría hasta ignoramos hoy el nombre. En cualquier caso, el resultado sustancial de todo el complejo movimiento de innovaciones y perfeccionamientos fue un progresivo aumento de productividad. Obviamente algunos sectores experimentaron aumentos de productividad notablemente superiores a los de otros. En Inglaterra, parece que entre 1350 y 1550 la productividad global en el sector del hierro aumentó siete u ocho veces. (Schubert, British Iron Industry). Otro sector donde la innovación tecnológica imprimió un excepcional aumento de productividad fue el de los libros. Desde el punto de vista estético resulta absurdo comparar un códice manuscrito con un volumen impreso, pero desde el punto de vista de la difusión de las ideas no es absurdo comparar el número de códices que un amanuense podía preparar en un año con el número de volúmenes que un tipógrafo podía tirar en el mismo período. De hecho, tras la invención de Gutemberg, se aportaron continuos perfeccionamientos al nuevo sistema de producción, con los consiguientes continuos aumentos de productividad. Los primeros impresores conseguían tirar, más o menos, 300 páginas diarias. A comienzos del siglo XVIII dos impresores podían tirar más o menos 250 páginas por hora. El sector agrícola no conoció absolutamente nada análogo. En el sector de la navegación progresó la relación tripulación-carga, aunque las necesidades de defensa frenaron sensiblemente tal progreso. La relación tripulación-carga era como media de un marinero por cada 5-6 toneladas en torno a 1400. A mediados del siglo XVI la relación era de un hombre por cada 7 u 8 toneladas. Cuando la paz y la disminución de la piratería redujeron las necesidades de defensa, la relación descendió hasta un hombre por cada 10 toneladas. Obviamente estas mejoras en la relación tripulación-carga han de considerarse conjuntamente con los notables progresos de la velocidad y la seguridad de las naves y de su índice de utilización.
Los esfuerzos se encaminaron sobre todo a sustituir los factores de producción más escasos, aumentando al mismo tiempo su productividad específica. En 1402 los administradores de la Fábrica de la Catedral de Milán estudiaron la propuesta de una máquina para cortar piedras que empleando un caballo (que costaba 3 sueldos diarios) habría debido hacer el trabajo para el que necesitaban normalmente cuatro hombres (con un salario de 13 1/3 sueldos por día y por hombre). Pocos años después los mismos administradores estudiaban el proyecto de otra máquina –ésta para el transporte del mármol- que permitía reducir a un tercio el personal normalmente necesario. (Annali Della Fabbrica del Duomo, vol. I).
Fundamentalmente, en la base de la mayoría de las innovaciones estaba siempre la necesidad de aprovechar de forma más eficaz las escasas disponibilidades de energía. Ya se ha hablado del desarrollo de los barcos de vela. En el curso de los siglos se produjeron notables avances en la construcción de los molinos, que se convirtieron en máquinas cada vez más eficaces. En el siglo XIII la mayoría de los molinos de agua tenían ruedas de un diámetro que oscilaban entre 1 y 3,5 metros, con una potencia correspondiente de 1 a 3,5 caballos. En el siglo XVII se llegó a construir molinos con ruedas de 10 metros de diámetro, pero la mayoría de los molinos siguieron construyéndose con ruedas que oscilaban entre 2 y 4 metros. Los constructores prefirieron, en general, aumentar el número de las ruedas de un molino, en vez de afrontar los grandes problemas técnicos planteados por la concentración de notables masas de energía hidráulica en una sola rueda. En cuanto al molino de viento, ha de observarse que al principio todo el mecanismo estaba construido sobre un palo, para poderlo girar según la dirección del viento. Este hecho limitaba drásticamente las dimensiones de los molinos. Pero en el siglo XIV apareció el molino de torreta: en este tipo de máquina el edificio y la maquinaria están sólidamente construidos sobre el terreno, y sólo la torreta de la cima del edificio es giratoria, para coger el viento en la dirección correcta. Esta innovación permitió construir molinos de viento de mayores dimensiones y más potencia: en la práctica se llegó a construir molinos de viento con una potencia de 20 o incluso de 30 caballos.


2. LA DIFUSIÓN DE LAS TÉCNICAS

Hasta ahora se ha hablado de Europa en términos genéricos, pero es preciso admitir que durante los distintos siglos hubo áreas más innovadoras y otras menos innovadoras. En los siglos del XII al XV los italianos estuvieron en vanguardia no sólo del progreso económico, sino también del tecnológico. En los siglos XVI y XVII la primacía pasó a los holandeses. Evidentemente, un punto clave del análisis es el de la difusión de las innovaciones tecnológicas desde su área de origen a las demás, y es oportuno pararse en este punto.
En 1607 Vittorio Zonca publicaba en Padua su Nuovo Teatro di Machine, que incluía, entre otros numerosos diseños de las más diversas maquinarias, la descripción gráfica de uno de aquellos complicadísimos molinos de seda de origen boloñés que daban merecida fama a Italia. El libro de Zonca se reeditó en 1621, y después de nuevo en 1656. A pesar de ello, en Piamonte, donde la producción de seda desempeñaba un papel económico preponderante, las informaciones técnicas sobre los molinos de seda se consideraban secreto de Estado y estaba prevista la pena de muerte para cualquier tentativa de violar ese secreto. Se equivocaría quien pensase que los piamonteses eran extravagantes o estaban locos. Un ejemplar del libro de Zonca estaba a la disposición del público en las estanterías de la Bodleian Library of Oxford al menos desde 1620, pero evidentemente no bastaba el libro con sus instrucciones: los ingleses intentaron construir molinos de seda a la italiana aunque sin éxito. Por fin, en los años 1716-1717, un tal John Lombe consiguió llevar a cabo una auténtica operación de espionaje industrial. Camuflado como obrero, consiguió introducirse en una fábrica de seda piamontesa y allí, durante dos años, “encontró manera de familiarizarse con la maquinaria y dominar su conjunto y todas sus partes”. (Chaloner, Sir Thomas Lombe). Lo gracioso es que si uno mira los dibujos hechos a escondidas por Lombe, le parecen mucho menos claros que los publicados antes por Zonca. La moraleja de la historia puede encontrarse en un memorable pasaje que el profesor Oakeshott escribió hace años a propósito del problema de los países subdesarrollados:

Puede suponerse que una persona inexperta, algunas sustancias comestibles y un libro de cocina constituyen los elementos necesarios para esa actividad que se denomina culinaria. Nada más lejos de la verdad. El libro de cocina no es un principio independiente que engendre la actividad culinaria. No representa más que un abstracto compendio de los conocimientos de alguien sobre cómo cocinar: es el hijastro, no el progenitor de la actividad. El libro puede ayudar a una persona a preparar una comida, pero si es su única guía, esa persona no sabría por donde empezar: el libro habla sólo a los que saben ya el tipo de cosas que esperan de él y, por consiguiente, cómo interpretarlo. (Oakeshott, Political Education).

También hoy los diseños y el folleto de instrucciones de una maquinaria compleja se consideran insuficientes para transmitir una información completa, y cuando una empresa compra una maquinaria complicada envía en general técnicos propios al productor para que se familiarice profesionalmente con las máquinas en su lugar de producción. A través de los siglos, y hasta época muy reciente, las técnicas no se difundieron prácticamente nunca mediante información escrita. El medio predominante de difusión fue la emigración de los técnicos. Es decir, la difusión de las técnicas fue un producto de la difusión del “capital humano”.
Casos de individuos que emigraron temporalmente con objeto de adquirir informaciones sobre innovaciones tecnológicas no son nada raros, incluso en los tiempos que precedieron a la Revolución Industrial. Se ha recordado ya el viaje de espionaje industrial de John Lombe. Nocolaus Witsen escribió hacia finales del siglo XVII que había artesanos extranjeros que marchaban a los arsenales holandeses para aprender allí “ciertas técnicas que reducen los costos de producción de los barcos”. (Barbour, Dutch and English Merchant Shipping). En 1657 John Fromanteel, de Londres, marchó a Holanda para aprender el arte de construir resorte de espiral del tipo recientemente inventado por Huygens y construido por Coster. A la muerte de John, los Fromanteel fueron los primeros en construir relojes de pesas en Inglaterra. (Britten, Old Clocks). En la segunda mitad del XVII, Dionigi Comollo, de cómo, se dirigió a Amsterdam para aprender el arte de hacer paños de lana a la nueva manera holandesa. En 1684 la República de Venecia envió a Inglaterra a Sigismondo Alberghetti Jr., maestro cañonero, para que aprendiese las técnicas inglesas de fundición de cañones. Sin embargo, existían graves obstáculos para este tipo de transmisión de las tecnologías. Sobre todo en los sectores que entrañaban grandes intereses económicos y militares, gobiernos y comunidades se mostraron siempre intratablemente celosos de sus conocimientos y se opusieron a la difusión de sus secretos.
En la Europa preindustrial la propagación de las innovaciones tecnológicas se produjo sobre todo con la emigración de individuos que por una u otra razón decidían abandonar su país. Existe una abundante literatura sobre los hugonotes franceses y sobre los protestantes flamencos que, huyendo de las persecuciones en su patria, emigraron en los siglos XVI y XVII, llevando a Inglaterra, Suecia y Suiza tecnologías avanzadas y nuevos tipos de producción. La historia del perseguido religioso tiene una fascinación trágico-romántica tal que a menudo se acaba olvidando que no todos los técnicos que emigraron en los siglos XVI y XVII lo hicieron bajo la presión del fanatismo religioso. Un buen número de los “valones” que a comienzos del XVII introdujeron en Suecia las nuevas técnicas de fundición del hierro eran católicos, y durante cierto tiempo estuvieron autorizados, en la Suecia protestante, a mantener su fe y celebrar sus ritos. (Cipolla, Velieri e cannoni). La mayoría de los relojeros franceses que desarrollaron en Londres la industria relojera eran hugonotes, pero John Goddard, que se instaló en Londres en Portsoken Ward, era conocido por ser un “papista”. (Ullyett, British Clocks). Los técnicos suecos y flamencos que emigraron a Rusia a comienzos del siglo XVII llevando consigo las nuevas técnicas de la fundición de cañones de hierro no iban empujados por preocupaciones religiosas. De Paul Roumieau, que volvió a introducir el arte de la relojería en Escocia, se habló siempre como de un hugonote escapado de Francia después del Edicto de Nantes. Se ha averiguado ahora que el buen Roumieau se estableció en Edimburgo por lo menos ocho años antes de 1685. (Smith, Old Scottish Clockmakers). A propósito de la difusión de los molinos de seda en el Estado véneto, Carlo Poni ha puesto de relieve “la importancia de la emigración al Véneto de plantillas boloñesas especializadas”; en esta emigración nada tuvo que ver la intolerancia religiosa.
Todo esto lleva a tratar de la movilidad del trabajo en la Europa preindustrial. En análisis de este tipo suele distinguirse entre fuerzas de “repulsión” y fuerzas de “atracción”. Por parte de los “estímulos” estaba la larga serie de miserias que afligían al trabajador de la época preindustrial: el hambre, la peste, las guerras, los impuestos, las dificultades de empleo, la intolerancia política y/o religiosa. Para el trabajador medio, la vida era miserable cuando las cosas iban bien. Una pequeña dosis extra de desgracia bastaba para hacerla intolerable. El apego del trabajador preindustrial a su lugar de residencia era directamente proporcional a su nivel de vida; esto es, era mínimo.
Gobiernos y administraciones tenían plena conciencia de esta situación y estaban igualmente convencidos de que la emigración de trabajadores especializados y técnicos tenía nefastas consecuencias para una economía. Los decretos que prohíben la emigración de mano de obra especializada son incontables en la Baja Edad Media y en los siglos XVI y XVII. Se prestaba particular atención a aquellas categorías de trabajadores cuya actividad se consideraba esencial para la seguridad del Estado o para la economía. El gobierno veneciano, por ejemplo, prohibía en el siglo XV la emigración de los calafates con

una orden y decisión tomada en el Gran Consejo de que si algún calafate parte de Venecia para ir a trabajar fuera de los confines de esta tierra, deba estar seis años en una de las prisiones de abajo y pagar 200 libras. (Luzzato, Storia veneziana).

Sin embargo, la capacidad del Estado preindustrial para controlar los movimientos de las personas era sumamente limitada. La monotonía con que se repiten en todas las ciudades las disposiciones contra la emigración de mano de obra especializada es una prueba de su ineficacia. Como siempre ocurre, la impotencia sugería ferocidad. En 1545 los Médicis invitaron a regresar a Florencia a todos los trabajadores de oro y de seda que se habían marchado, prometiendo premios y ventajas a quien regresara y castigos a quien se quedara. En 1559 se repitió el bando, y en 1575, para frenar el éxodo posterior, se llegó a autorizar a “cualquier persona a matar impunemente a cada uno de los antedichos que se han marchado” y a premiar con 200 escudos de oro a quien entregase al expatriado “vivo o muerto”. (Fanfani, Storia del Lavoro in Italia).
Los elementos de “atracción” que servían de señuelo a la mano de obra podían ser la presencia de oportunidades de trabajo y/o la paz y/o la tolerancia religiosa. Muy a menudo los poderes públicos seguían una política consciente a este respecto.
En los siglos XII y XIII los defensores del Drang nach Osten atrajeron con ricas promesas y distribuciones de tierras a los campesinos de los Países Bajos a los territorios eslavos de Europa oriental, para las necesarias obras de roturación y saneamiento. Ya se ha hablado antes de todo lo que hizo en 1230-1231 el municipio de Bolonia para atraer a especialistas de manufacturas de lana y seda. En 1442 el duque Filippo Maria Visconti hizo ir a Milán un maestro florentino, un tal Piero di Bartolo, para que introdujese en la capital lombarda “particulares labores de seda” y le concedió un estipendio mensual, exenciones fiscales para él y todos sus obreros, y franquicia de derechos de aduanas para la importación de materias primas. Casi un año después, el mismo duque concedía los mismos privilegios y franquicia a un grupo de milaneses y genoveses que se comprometían a emprender en Milán la actividad de la sedería. Colbert dispensó grandes privilegios, subvenciones, franquicias y hasta títulos honoríficos a Abraham y Hubert Jr. De Beche cuando los invitó a Francia para que montaran allí una siderurgia sobre el modelo y con las técnicas de la industria sueca. Ni siquiera se eludieron raptos y secuestros. Una investigación realizada por el Bergs Kollegium de Estocolmo en la década de 1660 sobre la emigración de trabajadores suecos del hierro, puso en claro que cierto número de obreros fueron embarcados en Nyköping, haciéndoles creer que los trasladaban a otro distrito sueco próximo. Los obreros fueron llevados primero a Lübeck, luego a Hamburgo y por último a Francia, donde a Colbert se le había metido en la cabeza hacer “despegar” a toda costa la siderurgia. Algunos trabajadores lograron escapar y uno de ellos, Anders Sigfersson, consiguió poner los pies en su patria en 1675.
Naturalmente, una cosa es llevar el caballo a la fuente y otra muy distinta obligarlo a beber. Que cierto número de personas en posesión de ciertos conocimientos técnicos emigraran hacia cierta área podía ser condición necesaria, pero nunca fue condición suficiente para que esa innovación dada arraigase y se desarrollase. Entran en juego otros factores, como la personalidad de los inmigrados, su consistencia numérica y sobre todo la calidad del ambiente. Diversos “técnicos” occidentales se establecieron en Turquía en el curso de los siglos XV, XVI y XVII y llevaron consigo nuevas ideas y nuevas técnicas, pero, sin embargo, no se desarrolló nada nuevo en el rígido y oprimente clima del imperio otomano. En cambio, quienes emigraron a Inglaterra en el siglo XVI encontraron un terreno sumamente fértil. Los relojeros hugonotes que introdujeron en Londres las más avanzadas técnicas de la relojería de la época, los fugitivos flamencos que introdujeron en Norwich las técnicas de la new drapery, los vidrieros franceses que implantaron el arte del vidrio en los bosques de Weald, encontraron pronto in situ numerosos y emprendedores individuos que no sólo los imitaron, sino que, prosiguiendo su ejemplo con brotes de originalidad, desarrollaron más aún las técnicas extranjeras y abrieron caminos a otras innovaciones. (Cipolla, Clocks and Culture).
La introducción y la aplicación de nuevas tecnologías no son un hecho tecnológico; son algo sociocultural. (Frankel, Economic Impact). Ya lo había entendido así hace siglos el holandés Nicolaes Witsen cuando en su gran tratado sobre las construcciones navales, impreso en Amsterdam en 1671, escribió:

Extranjeros que vienen a los arsenales holandeses para estudiar ciertas técnicas que reducen los costos, no consiguen luego poner en práctica estas técnicas en sus países…Eso se deriva, en mi opinión, del hecho de que tales personas tienen que trabajar en un ambiente distinto con mano de obra no holandesa. Aunque un extranjero aprenda todo lo que hay que aprender, sus conocimientos no le servían a menos que consiga inculcar en sus trabajadores la ordenada y sobria mentalidad de los holandeses, lo cual es imposible.

Todo depende, como escribía el buen Nicolaes Witsen, de la “disposición mental”. Lo cual permite cerrar este capítulo, por una vez, con una nota alegre; esto es, que aquellos países donde predominan el fanatismo y la intolerancia están destinados a perder, a favor de los países más tolerantes, el más precioso de los capitales: es decir, el de buenos cerebros humanos. Por otra parte, una sociedad tolerante es también, por naturaleza, una sociedad receptiva a nuevas ideas. Inmigración de cerebros que funcionan y receptividad para buenas ideas nuevas constituyen juntas poderosa mezcla. Ahí están para atestiguarlo el éxito de Holanda, de Inglaterra, de Suecia y del cantón de Ginebra en el siglo XVII.